Hay 22 millones de pobres. Aunque los datos suelen matizar el sufrimiento y los problemas, los de Colombia –considerado como el país más desigual de la región latinoamericana– son tan contundentes que no hace falta elaborar. Según las cifras oficiales, poco más del 42% de la población en 2020 se encontraba por debajo de la línea de pobreza (eso es 3,5 millones de personas más que en 2019) y para ese mismo año, otros siete millones vivían en la pobreza extrema.
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No sorprende que lejos –muy lejos– del aburrimiento, las catarsis y el entretenimiento cotidiano que inundó internet en el confinamiento, ocurriera algo tan doloroso como invisible: paralelamente al virus, a las medidas para contenerlo y al miedo, el hambre se subía por las paredes y entraba por las ventanas de millones de hogares colombianos. Hasta que la gente ya no pudo más.
En abril de 2020, en zonas de Bogotá donde la pobreza y la desigualdad estaban enquistadas. Hubo quienes asomaron en sus ventanas trapos rojos como un grito de auxilio para sobrevivir a la miseria. Era un recordatorio de que la tragedia no afectaba a todos por igual y que algunos temían más a la escasez inminente que a un posible contagio. Muy pronto los trapos rojos se convirtieron también en un símbolo de protesta contra el olvido del Estado.
Pero no fue el único. Antes y después de eso, el inventario de desencuentros del Gobierno del presidente Iván Duque con distintos sectores se fue alargando. Una y otra vez, entre 2019 y 2020, la sociedad civil y diversas agremiaciones manifestaron su descontento, proponiendo diálogos y exigiendo cambios, sin conseguir, hasta ahora, algo sustancial.
De la reivindicación a la violencia
Quienes apoyan la movilización y también quienes la condenan han abierto un flujo interminable de denuncias, datos y relatos de la violencia que vive por estos días. Con una virulencia extraordinaria, la narrativa dominante del Paro Nacional y sus reivindicaciones en materia de pobreza, desempleo juvenil y falta de oportunidades, se ha tornado angustiante por imágenes –unas crudas y otras confusas– de abusos por parte del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) y de la Policía Nacional.
Paralelamente al virus, a las medidas para contenerlo y al miedo, el hambre se subía por las paredes y entraba por las ventanas de millones de hogares colombianos. Hasta que la gente ya no pudo más.
Para diversos observadores, organizaciones de Derechos Humanos y miembros de la comunidad internacional, lo más preocupante es que el papel del Estado colombiano ha sido determinante en la diseminación de los excesos. Hoy sabemos, según reportes de organizaciones locales, que entre el 28 de abril y el 16 de junio se han registrado 4.285 casos de violencia policial con 43 homicidios, 1.468 víctimas de violencia física y 28 víctimas de violencia sexual, por mencionar solo algunos datos.
La trinchera del diálogo
Pese al desgaste natural de la movilización y la decisión de los sindicatos detrás del Comité Nacional del Paro que dejarían de convocar la marcha semanal, el estallido de dignidad civil y la forma en que el Gobierno de Iván Duque respondió a ello han reconfigurado los imaginarios del país.
No solo porque las protestas consiguieron el desplome de la reforma tributaria y la renuncia del ministro de Hacienda, el hundimiento de otra reforma orientada la salud (también polémica), la dimisión de la canciller, y el anuncio de una propuesta de subsidios para estudiantes de bajos recursos; sino porque han dejado en evidencia el abismo existente entre los ciudadanos y sus dirigentes de todas nociones políticas, incapaces de escuchar, forjar consensos y representar verdaderamente a país atomizado por la inequidad y las desigualdades.
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Esta crisis ha revelado los engranajes de un sistema que tritura las posibilidades de los colombianos de a pie y son ellos los que reclaman salir de ese socavón de olvido estatal que la pandemia hizo más profundo. Ahora, junto a las barricadas y contra las instituciones –o a pesar de ellas–, buscan una nueva política, una política de andén.
Se ha abierto una puerta para una reforma estructural en lo económico y lo social que permita estabilizar las finanzas públicas y garantizar unos mínimos de subsistencia para los colombianos. Esta es una oportunidad a una reconducción de las instituciones hacia el respeto, la protección y la promoción de los derechos humanos; y una transformación en lo político que facilite el retorno del diálogo y la confianza.
Las protestas, aunque se extingan, han planteado la necesidad de congregar, más allá de la trinchera de la rabia y lo anodino, a las clases trabajadoras, a los estudiantes, al tejido empresarial y emprendedor, a los dirigentes y a los migrantes. Colombia tiene la oportunidad de hacer un pacto honrado con la memoria, aprender de lo ocurrido y avanzar sin dilaciones hacia un relato en el que todos los ciudadanos puedan leer su nombre.