En 2017, durante una campaña electoral especialmente polarizadora en el estado de Uttar Pradesh, el primer ministro indio, Narendra Modi, se involucró en la refriega para agitar aún más las cosas. Durante una aparición pública, acusó al Gobierno del Estado —en manos de un partido de la oposición— de favorecer a la comunidad musulmana al dedicar más dinero a los cementerios musulmanes (kabristanes) que a los crematorios hindúes (shamsanes). Con sus habituales rebuznos despreciativos, en los que cada burla y cada pulla alcanzan una nota aguda a mitad de frase para volver a caer en un eco amenazador, enardeció a la muchedumbre. “Si en un pueblo se construye un kabristán, también hay que construir un shamsán”, dijo. “¡Shamsán! ¡Shamsán!”, respondió la multitud fervorosa e hipnotizada.
Modi, el mago, saluda a su público después de contener el coronavirus y salvar a la humanidad. Ahora que resulta que no lo ha contenido, ¿podemos quejarnos de que se nos considere radiactivos? ¿De que otros países cierren sus fronteras y se anulen vuelos? ¿De que se nos aísle con nuestro virus y nuestro primer ministro, además de toda la enfermedad, la actitud anticientífica, el odio y la estupidez que él, su partido (el BJP) y su movimiento político representan?
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