El Hierro, por raro que suene de una isla, parece vivir de espaldas al mar. Su pequeña capital, Valverde, es la única del archipiélago canario que no está en la costa, sino en las medianías de una ladera por la que se desparrama a 570 metros de nivel. Por eso no huele ni a salitre ni a pesca. Las escasas playas herreñas o son pequeñas y de difícil acceso, como la hermosa cala de Tacorón, o tan salvajes que hacen peligroso el baño, como El Verodal y las que acoge el Monumento Natural de Las Playas. Pese a eso, zambullirse en su costa no solo es posible, sino muy recomendable. Para ello, los lugareños prefieren los charcos, piscinas naturales surgidas en los recovecos del escarpado litoral y que compensan con creces la escasez de los tradicionales arenales.
Convertida en el escena para que la jueza Candela Montes —interpretada por Candela Peña— desentrañe homicidios en la exitosa serie Hierro , esta isla volcánica de 268 kilómetros cuadrados y 10.500 habitantes fue declarada en el año 2000 Reserva de la Biosfera y ha sido elegida por Lonely Planet como uno de los destinos estrella para todas las edades de este 2021. Y motivos no faltan.
Al sur, cerca de su único puerto natural, el de La Restinga —donde se concentra la pequeña actividad pesquera de la isla—, se encuentra el Mar de las Calmas, reserva marina convertida en meca del submarinismo en la que viven más de un centenar de especies marinas, como bicudas, meros, tortugas bobas, barracudas, morenas y algún pacífico tiburón ballena. En esta parte de El Hierro está la coqueta cala de Tacorón, que exige una caminata para alcanzar sus arenas rojizas, pero asimismo el charco que lleva el mismo nombre. Esta piscina natural es una pequeña entrada de mar de aguas traslúcidas. De fácil acceso en coche por la carretera que atraviesa El Julan, campo de lava que da aspecto lunar al sur de la isla, Tacorón es un punto de acercamiento de lugareños que madrugan para hacerse con alguna de las barbacoas instaladas bajo chamizos y poder pasar la jornada alternando chapuzones con baños de sol entre agrestes rocas volcánicas.
Siguiendo por el deshabitado sur en torno a el oeste se alcanza el faro de Orchilla, punto geográfico que, hasta que Colón descubrió América, era considerado el finisterrae. Muy cerca de allí pasaba esa linde imaginaria que es el terminante cero y que los ingleses se llevaron en 1884 al Observatorio de Greenwich arrebatando a El Hierro su última relevancia geográfica. Si se sigue en torno a el norte, por una carretera que sube y baja por tierras volcánicas en las que despuntan algunas sabinas retorcidas por el viento, se pasa cerca de la playa de El Verodal y, un poco más tarde, se alcanza la gran obra de la naturaleza en El Hierro, El Golfo, fruto de la actividad telúrica.
El anfiteatro
Un devastador seísmo rompió literalmente la isla hace 50.000 años y precipitó en dirección a el mar una parte hasta convertir la que resistió en un anfiteatro gigantesco y majestuoso. En esta media luna que bordean por un costado las altas laderas de la montaña y, por el otro, el garzo del mar, están diseminadas las casas del municipio de La Frontera, incluido el blanco templo de Nuestra Señora de la Candelaria con su peculiar campanario separado del cuerpo central y situado sobre la roja montaña de Joapira. Cuando el viento acompaña, su cielo se ve salpicado por las multicolores telas de los parapentes.
En este largo tramo de costa se abren numerosos charcos. Algunos son perfectos para familias, como La Maceta, con tres piscinas en las que el Atlántico, cuando se revuelve, cuela sus olas para disfrute de los bañistas. O el de los Sargos, con vistas a los cercanos roques de Salmor, formaciones rocosas que emergen del océano y en las que se refugia el endémico lagarto gigante. También los hay coquetos, como el Charco Azul. Bajo una pequeña cueva de 10 metros de largo por 6 de ancho, sus aguas se muestran los días soleados rabiosamente de ese color. Al flanco, ya a cielo despejado, se abre otro charco en el que la mano del hombre es más visible y que permite disfrutar del espectáculo de las olas golpeando contra las columnas basálticas que sirven de último parapeto.
Pasado El Golfo, un túnel orada la montaña y permite alcanzar en coche el otro lado de la isla en pocos minutos. Desde allí se puede acceder al mirador de La Peña, diseñado por César Manrique, y al de Jinama para disfrutar de las mejores vistas de El Golfo. O dirigirse en dirección a el prehistórico bosque de laurisilva y al escondido árbol del Garoé, capaz, según las crónicas, de atrapar con sus ramas el agua de las nubes para dar de beber a los primitivos moradores, los bimbaches, en un sitio en el que no hay ríos.
Si se sigue la carretera en dirección a la capital hay un desvío hacia el Pozo de las Calcosas, un pueblo a dos niveles. Arriba, las nuevas casas y su minúscula ermita. Abajo, en una bahía natural protegida por un soberbio acantilado, el viejo pueblo y dos piscinas naturales junto a una espectacular colada de lava. No muy allá está Echedo, un recoleto pueblo que sirve de puerta de entrada a Charco Manso y su fotogénico arco volcánico.
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