El soul siempre ha sido un género asociado a la comunidad afroamericana en Estados Unidos. Surgido tras las incursiones sonoras y líricas, fuera del amparo de la Iglesia, de pioneros como Sam Cooke, Aretha Franklin, Solomon Burke o Ray Charles a principios de los sesenta. Soul, el sonido del alma, dando identidad a los negros en una América segregacionista.
El soul de ojos azules es aquel que llevó a muchos artistas blancos a querer sonar como artistas negros en este género desde sus primeras e incendiarias grabaciones se desparramaba el corazón sobre las canciones. Uno de sus primeros y más arrasadores embajadores fue Eric Burdon, una garganta desgarradora desde la primera línea de The Animals. Junto a Burdon, siempre hay que citar a su mejor representante en la tierra: Van Morrison, difícilmente etiquetable, pero capaz de alcanzar las mismas cotas de soul desde su condición de cantante blanco. Este soul blanco es algo que Morrison no ha dejado de hacer nunca, incluso en álbumes recientes. Tras él, llegaron otros de un calibre poderoso como Joe Cocker, The Box Tops y Robert Palmer.
Cierto que, ante su éxito y rápido desarrollo, la prensa británica se apropió de este término de soul de ojos azules para aplicarlo a todos esos grupos y músicos que dulcificaron el tono y quitaron toda la sangre de R&B correoso que guardaban las gargantas añejas de Van Morrison, Cocker o Burdon. Bandas que, impulsadas por la agitación de la música disco, buscaron el ámbito pop en los ochenta como Alison Moyet, Rick Astley o Spandau Ballet. De este periodo, sin duda, Simply Red mostraba más calidad que el resto. Y un capricho personal: Christopher Cross. Su álbum de 1979 tiene ese no sé qué tontorrón que pone al soul de ojos azules como a navegar en un crucero. Empalaga, es verdad, pero es un capricho.
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