Hablar de Michoacán es hablar de un territorio que encierra en sus montañas y costas la memoria de México. Cuna de hombres visionarios, como el general Lázaro Cárdenas del Río —quien soñó con una nación justa, educada y con soberanía sobre su riqueza—, el estado fue también el escenario de un proyecto político que buscaba erradicar la desigualdad. Sin embargo, con el paso del tiempo, esa tierra fértil y orgullosa se convirtió en uno de los principales epicentros de la violencia que desangra al país.
En el siglo pasado, mientras el mundo discutía la legalización y el control de las drogas, México comenzó a enfrentarse a un fenómeno que parecía lejano. Durante el cardenismo, la preocupación giraba en torno a la pobreza y la educación rural; el narcotráfico era apenas un eco distante. Nadie imaginaba que décadas después, Michoacán sería sinónimo de disputa criminal, tala clandestina y comunidades atrapadas entre el miedo y la resistencia.
El crimen organizado se infiltró poco a poco en la economía agrícola. El aguacate y el limón, símbolos de prosperidad michoacana, se convirtieron en moneda de extorsión. Los productores debieron pagar “derecho de piso” por trabajar sus propias tierras. Cuando el Estado no alcanzó a protegerlos, nació la respuesta de la sociedad civil: los grupos de autodefensas. Hombres y mujeres que, cansados de esperar ayuda, se armaron para defender su hogar. Aquella insurrección campesina reveló tanto la valentía del pueblo como la ausencia del Estado.
Los años más oscuros comenzaron cuando la violencia dejó de ser noticia y se volvió costumbre. Michoacán ha llorado a presidentes municipales asesinados, a empresarios secuestrados, a comunidades desplazadas. La tala ilegal arrasa con sus bosques; la sobreexplotación de recursos contamina sus ríos. La pobreza de las comunidades indígenas contrasta con la riqueza que fluye del crimen. En esa ecuación, la impunidad ha sido el mayor fertilizante.
Felipe Calderón eligió Michoacán como punto de partida de su “guerra contra las drogas”, pero aquella ofensiva militar no trajo paz: sólo multiplicó el miedo. Su hermana, la senadora Cocoa Calderón, hizo campaña para senadora escoltada por soldados, reflejo de un país donde la política y la seguridad ya no podían separarse. Desde entonces, la palabra “paz” se volvió un anhelo más que una política.
Hoy, bajo el nuevo Plan de Seguridad y Justicia por la Paz impulsado por la presidenta Claudia Sheinbaum y su equipo encabezado por Omar García Harfuch, Michoacán vuelve a ocupar el centro de la conversación nacional. La tarea no es menor: recuperar la confianza, fortalecer las instituciones locales y reconstruir la vida comunitaria. No bastará con más patrullas ni con promesas; se requiere presencia del Estado, pero también inteligencia, educación y oportunidades reales.
Frente a este panorama, surge una idea provocadora: ¿es momento de repensar la estrategia? La despenalización del consumo y la producción de drogas, como han hecho Portugal o algunas ciudades de Estados Unidos y Países Bajos, podría ser una vía para arrebatarle poder económico a los cárteles. No se trata de promover el consumo, sino de quitarle al crimen el monopolio de un negocio que alimenta la muerte y la corrupción.
Michoacán es, al mismo tiempo, una herida y una esperanza. Su gente conserva la fuerza de sus tradiciones, la belleza de su tierra y la dignidad que no se rinde. Entre los huertos, los talleres y los templos purépechas, late una convicción profunda: la violencia no puede definir su destino. Quizá el futuro de México se juegue, una vez más, en esa tierra cardenista donde todo comenzó: donde la historia nos recuerda que los pueblos pueden caer muchas veces, pero nunca pierden la capacidad de levantarse, ¿o no, estimado lector?



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