Tres días seguidos con el grito de indignación convertido en cacerolazos, pitos, y arengas que se cuelan por los tapabocas de los marchantes. Nada pudo contener la convocatoria a un paro como ocurrió en noviembre pasado. Las calles nuevamente son el escenario de la inconformidad y la incertidumbre, del rechazo a una propuesta de reforma tributaria necesaria, pero sin consenso cuando las cifras confirman que Colombia retrocedió una década en pobreza. 42.5% de la población, 21 millones de personas, miles de familias que no logran comer dos veces al día. Si es que comen.
Las imágenes se repiten tras cada protesta. Al final de la jornada hombres y mujeres de todas las edades caminan agotados buscando un transporte para llegar a sus casas. Los revisionistas tumban las estatuas, en los territorios el descontento se expresa por el asesinato de líderes sociales, y las ciudades no logran recuperar la normalidad porque la autoridad no existe, solo tiene forma de represión.
Tras cada marcha aparece el presidente Iván Duque diciendo que todo es vandalismo criminal, pero no. La marcha se degrada, sí, los comercios son saqueados; las estaciones de transporte, atacadas, también, pero la realidad es que la gente está desesperada y la mayoría protesta pacíficamente.
Las voces de los líderes adquieren tono de desespero, como la del expresidente Álvaro Uribe pidiendo sacar el ejército a las calles minutos después de pedir consensos; la del expresidente Cesar Gaviria diciendo que no lo van a callar, ¡que él no le tuvo miedo a Pablo Escobar! Otros desde la oposición como Cambio Radical se hacen oír a través de cuñas en los medios de comunicación, a los de la Colombia Humana de Gustavo Petro lo señalan de ser responsable de los desmanes porque se sintoniza con las angustias de la gente. Siempre todo es culpa de los otros, de Petro, de los venezolanos, de los santistas, de los ambientalistas, de todos, menos de ellos mismos.
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