El fiasco de la salida occidental de Afganistán y el desmoronamiento de la Administración y el Ejército locales, financiados durante años con miles de millones de euros por la comunidad internacional, han terminado con el espejismo de una invasión con objetivos presuntamente humanitarios. La gran mayoría de los dirigentes occidentales ha reconocido que se han cometido errores. Y que entre las primeras lecciones a extraer tras la llegada al poder de los talibanes figuran la de rebajar la ambición de futuras intervenciones en el exterior y la de aceptar que no se puede transformar un país sin contar con el firme apoyo de la población local.
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Pero sería un error que Europa se limitara a entonar un mea culpa y a pasar página sin más. Como ha indicado Josep Borrell, estamos ante una triple catástrofe: la de los propios afganos, sobre todo la de quienes discrepan del islamismo intransigente de los nuevos gobernantes; la de la credibilidad y la defensa de los valores occidentales y la del multilateralismo de un orden internacional que logró sobrevivir a los embates de Donald Trump y que ha sufrido el golpe de una espantada estadounidense bajo la presidencia de Joe Biden.
Los errores cometidos por Washington en la precipitada salida de Afganistán han disparado las alarmas de las capitales europeas, y los gobiernos ponderan ya cómo adaptarse a una nueva realidad geoestratégica en la que EE UU no parece dispuesto a seguir asumiendo el grueso de la defensa del bloque occidental: Europa tendrá que empezar a valerse por sí misma.
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La principal lección afgana para Bruselas debería ser que el tiempo de debates bizantinos sobre si es necesaria una independencia estratégica o basta con una cierta autonomía está agotado. Los socios europeos deben dotarse cuanto antes de los instrumentos necesarios para garantizar la seguridad y la integridad de la Unión y para poder intervenir en situaciones de crisis como la actual.
La soberanía europea no pasa tanto por proyectos grandilocuentes, como la creación de un ejército propio, sino por el desarrollo de una verdadera política común exterior y de defensa. En este último aspecto, el gasto anual de los miembros de la UE triplica el de Rusia y, aunque es muy inferior al de EE UU o el de China, resulta suficiente para defenderse, pero no puede hacerse sin ayuda de Washington, porque una gran parte de los presupuestos se desperdician en duplicidades o en sistemas de armamento incompatibles entre sí.





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