Uno de los grandes discursos políticos que han marcado a la actual administración es la idea de transformar al Poder Judicial para acercarlo a la ciudadanía. Se nos dijo que la reforma judicial iba encaminada a dos objetivos principales: primero, que la justicia fuera más cercana y entendible para la gente; y segundo, reducir los costos excesivos que históricamente han acompañado a una de las instituciones más complejas y criticadas del país. Sin embargo, a la luz de los hechos, los resultados distan mucho de lo prometido.
Es cierto que el Poder Judicial, durante décadas, fue visto como una élite cerrada, integrada por magistrados con sueldos estratosféricos y rodeados de un grupo reducido pero bien pagado de asesores. En aquel entonces, los magistrados llegaban a percibir salarios que duplicaban los que hoy recibe la nueva presidencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN). Se trataba de un sistema caro, rígido y alejado de la realidad de los ciudadanos comunes. Bajo esa lógica, la reforma judicial buscaba romper con ese esquema, apostando por austeridad, cercanía y eficiencia.
Pero lo que hoy tenemos es un escenario diferente, y quizá incluso más preocupante. Sí, el nuevo presidente de la Suprema Corte gana menos que sus antecesores, lo cual en papel parece un gesto de austeridad y compromiso. No obstante, lo que se ha ocultado tras ese discurso es la multiplicación de asesores y colaboradores bajo su mando. Mientras antes un magistrado podía tener entre 5 y 10 asesores, hoy la presidencia de la Corte concentra un número mucho mayor, con plazas creadas bajo criterios más políticos que técnicos.
En otras palabras, el ahorro en el sueldo del presidente de la SCJN se diluye rápidamente al sostener una estructura abultada de asesores, muchos de los cuales no llegan por su preparación en derecho, sino por su cercanía política o por compromisos adquiridos en el camino. Es aquí donde vale la pena reflexionar si realmente la reforma está cumpliendo con los principios de austeridad y eficiencia que prometía.
El caso del actual presidente de la SCJN, es un ejemplo claro de cómo la política puede terminar desplazando al conocimiento jurídico. Su llegada al cargo no fue resultado de una carrera judicial impecable ni de una trayectoria reconocida por su independencia y solvencia técnica. Más bien, fue producto de acuerdos políticos que lo colocaron en un puesto clave. Y cuando las designaciones responden más a intereses partidistas que a méritos profesionales, la justicia pierde legitimidad.
La ciudadanía esperaba un Poder Judicial más cercano, pero ¿cómo puede estarlo si quienes lo encabezan deben responder primero a las cuotas políticas que les garantizaron el cargo? La justicia, entonces, corre el riesgo de convertirse en un botín más dentro del juego del poder.
En este contexto, el ciudadano de a pie sigue enfrentando los mismos problemas de siempre: juicios largos, costos elevados, trámites incomprensibles y un sistema judicial que parece más preocupado en sus propios equilibrios internos que en resolver los problemas reales de la gente. Y aquí es donde el discurso de la reforma se convierte en un espejismo: se prometió cercanía, pero se mantiene la distancia; se prometió austeridad, pero se reciclan los privilegios bajo otras formas.
Es importante aclarar que la crítica no radica únicamente en el nombre de quien hoy preside la Corte, sino en la manera en que las reformas se están implementando. Si el verdadero objetivo es acercar la justicia a los ciudadanos, no basta con reducir el salario de los altos funcionarios; es necesario cambiar la lógica con la que se administra el poder, eliminar el exceso de asesores innecesarios y garantizar que quienes ocupen esos espacios lo hagan por capacidad, no por compadrazgos.
La justicia debe ser independiente y transparente, no un botín político. De lo contrario, seguiremos viendo cómo las reformas se convierten en simples herramientas retóricas para ganar simpatías, pero sin impacto real en la vida de la gente.
La gran pregunta que queda en el aire es si los ciudadanos estamos dispuestos a exigir que las reformas se cumplan en los hechos y no sólo en los discursos. Porque mientras no exista esa presión social, la justicia seguirá atrapada en un círculo vicioso: menos sueldos arriba, más asesores en medio, y la misma distancia con la base ciudadana.
La reforma judicial pudo ser una gran oportunidad para devolver confianza y legitimidad al Poder Judicial, pero en lugar de construir un puente con la ciudadanía, parece que se ha levantado un nuevo muro, más ancho y costoso; olvidando que la justicia no es teoria, es vida cotidiana.