Durante décadas, la relación aérea entre México y Estados Unidos ha sido un pilar fundamental del crecimiento económico mexicano. Este modelo de apertura, aunque imperfecto, ha sustendado un intercambio comercial robusto y ha facilitado el acceso a mercados internacionales. Sin embargo, hoy ese modelo se enfrenta a desafíos significativos. La reciente decisión del Departamento de Transporte de Estados Unidos de cancelar 13 rutas operadas por aerolíneas mexicanas y suspender la expansión del Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles (AIFA), un proyecto emblemático de la administración de López Obrador, no es un hecho aislado. Esta acción se inscribe dentro de una agenda más amplia del gobierno estadounidense, que busca utilizar la regulación como un instrumento de poder económico.
El secretario de Transporte, Sean Duffy, ha argumentado que México ha violado el acuerdo bilateral de 2015, lo que ha llevado a las restricciones. Este conflicto resalta una transformación en la forma en que los Estados Unidos ejercen su influencia: ya no solo a través de aranceles, sino mediante permisos, licencias y normativas técnicas. Así, se evidencia un nacionalismo económico que se impone desde el norte, mientras que México se aferra a un nacionalismo retórico que depende de la apertura comercial, en una paradoja inquietante.
El dilema al que se enfrenta México es claro: quiere mantener un discurso de soberanía al tiempo que busca atraer inversiones privadas. La tensión entre ambos objetivos se torna evidente; por un lado, el discurso nacionalista, y por el otro, la necesidad de mantener relaciones comerciales que son esenciales para la economía del país. Esta falta de claridad en la política exterior mexicana se produce en un contexto donde las reglas del juego han cambiado radicalmente, poniendo en riesgo la estabilidad económica que ha logrado.
Las implicaciones de esta nueva realidad son múltiples. En primer lugar, se observa una asimetría: Estados Unidos puede implementar medidas regulatorias de manera más eficiente y con un costo político reducido, mientras que México carece de herramientas equivalentes y recurre a un nacionalismo ya obsoleto. En segundo lugar, Washington establece precedentes que pueden extenderse a toda América Latina, especialmente en sectores con bajos niveles de cumplimiento normativo. Por último, la política comercial estadounidense ha cambiado de rumbo; ya no busca abrir mercados, sino, en cambio, controlarlos.
Ante esta situación, es urgente que México desarrolle estrategias de defensa regulatoria más efectivas y que establezca una coordinación institucional que le permita anticiparse a estos nuevos escenarios. La capacidad de diseñar reglas y hacer que sean acatadas se ha convertido en un indicador clave del poder en el siglo XXI. Si no se fortalece la diplomacia económica y técnica, México podría verse atrapado, incapaz de escapar de su propia narrativa nacionalista.
Desde los años noventa, la apertura comercial funcionó como salvación para el país. Hoy, el reto es más complejo: se trata de mantener una inserción global efectiva sin sucumbir a discursos vacíos o a la sumisión silenciosa ante presiones externas. En esta nueva era, los países no pierden soberanía por firmar tratados, sino por no entender las dinámicas que los rigen.
Esta situación, vigente hasta el 30 de octubre de 2025, requiere una reflexión seria y el desarrollo de un enfoque pragmático que salvaguarde los intereses del país en un mundo cada vez más interconectado y regulado.
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