En tiempos recientes, el lenguaje público ha experimentado un notable deterioro, caracterizado por la creciente polarización y la falta de respeto hacia distintos sectores de la sociedad. Este fenómeno, que no comenzó en la última década pero ha cobrado fuerza, se ve exacerbado por la influencia dominante de las redes sociales, que permiten la proliferación de la desinformación y el discurso de odio. En este escenario, el intercambio verbal ha perdido profundidad y creatividad, dejando atrás formas más ingeniosas de comunicación.
La atmósfera actual se define por la estridencia y el miedo, así como por la exhibición de odio y desprecio entre ciudadanos, manifestada a través de memes y publicaciones virales que se vuelven cada vez más groseras. La crítica, que alguna vez se adornaba con ironía y sarcasticismo, ha sido sustituida por una comunicación áspera y confrontativa. Las figuras públicas y los medios de comunicación parecen contribuir a esta tendencia de degradación, empleando un lenguaje que busca descalificar a los oponentes en lugar de fomentar un verdadero diálogo.
A nivel internacional, la situación es igualmente preocupante. Gobiernos en América Latina, incluidos Argentina y otros países andinos como Perú y Bolivia, se encuentran en una posición vulnerable ante influencias externas, particularmente las de Estados Unidos, lo cual genera tensiones con naciones como México. Esta dinámica no solo afecta la política, sino que también se observa en la retórica utilizada por ciertos líderes que optan por insultos y descalificaciones para conectar con su base.
El fenómeno del insulto se ve impulsado por un discurso mediático que se ha vuelto cada vez más agresivo. Uno de los rostros más conocidos de este problema ha sido un empresario magnate de la televisión, que, con una carrera de más de tres décadas en impactos verbales negativos, busca ahora la presidencia. Su retórica se basa en una versión desgastada y agresiva del populismo, utilizando exabruptos para dirigirse a quienes considera enemigos políticos.
A medida que esta tiranía del lenguaje se normaliza, el acoso escolar y la violencia contra las mujeres, así como la discriminación contra los desfavorecidos, también parecen proliferar. La falta de respeto y la vulgaridad no se limitan al ámbito digital; se reflejan en las actitudes de ciertos legisladores que actúan con arrogancia ante las cámaras, mostrando al mundo una imagen de incertidumbre y desdén hacia lo que deberían ser sus funciones como representantes.
Más preocupante es la ascendente “aporofobia”, es decir, el rechazo y desprecio hacia los pobres, un término que ha ganado visibilidad en la discusión contemporánea. Este fenómeno exhibe una aversión hacia los desamparados, quienes, en muchos casos, no pueden “devolver” nada a cambio de la ayuda que reciben. Este sentimiento es especialmente alarmante en un contexto donde el bienestar colectivo debería ser la prioridad, pero que es frecuentemente eclipsado por intereses económicos individuales y de clase.
La deshumanización del otro reflejada en el discurso contemporáneo no solo invita a la agresión verbal, sino que puede tener consecuencias más serias, incluso catastróficas, que se asemejan a los períodos más oscuros de la historia. El desafío radica en restaurar un lenguaje que fomente la dignidad y el respeto, en tiempos donde la banalización del odio puede ser tan destructiva como cualquier conflicto armado.
Mientras el panorama se presenta desalentador, la pregunta persiste: ¿será posible revertir esta tendencia y promover un discurso más constructivo y respetuoso? La esperanza recae en la capacidad de la sociedad para redescubrir el poder de las palabras y resistir las tentaciones de la violencia verbal. Es crucial trabajar hacia un futuro en el que el diálogo crítico y empático pueda florecer, desafiando las corrientes de odio que hoy en día parecen dominar la narración pública.
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