Cuando se habla de corrupción en la política, el enfoque suele quedar atrapado en la idea simplista de que aquellos que han robado deberían devolver lo que han sustraído. Sin embargo, esta perspectiva no abarca la complejidad del problema. En un análisis que data de 2012, se planteó que el costo de la corrupción va más allá del simple porcentaje de soborno. En vez de ser solo un 2 o 3%, este fenómeno eleva el costo real de proyectos de infraestructura al doble. Un estudio de la Unión Europea (UE) reveló que el costo de un kilómetro de autovía en España superaba notablemente al de Alemania, un desbalance que no puede explicarse solo por el soborno.
La realidad es que en el fenómeno del cohecho, donde un empresario corrupto y un político coludido manipulan cifras, el empresario ejerce un control total sobre los costos, en detrimento del erario público. La situación se agrava si se considera la falta de controles efectivos en la administración, una brecha que permite que estos actos perduren.
Recientemente, un breve reportaje en redes sociales sobre la remodelación de viviendas ministeriales reavivó este debate. Un empresario detalló que la reforma de ciertas viviendas, presentada como ‘gratis total’, costó alrededor de un millón de euros, cuando cálculos más realistas la sitúan en aproximadamente 517,500 euros. Esta discrepancia no es simple; refleja un sistema en el que el mal uso de fondos públicos se vuelve un estándar.
La corrupción no se limita a un solo partido; todos, incluyendo los que prometieron renovación como Podemos, enfrentan acusaciones. Las promesas de austeridad y transparencia a menudo se desvanecen, dejando un rastro de prácticas cuestionables y manipulaciones de recursos.
El problema radica no solo en las comisiones o sobornos directos. Muchos profesionales que han trabajado en la administración han atestiguado la existencia de prácticas corruptas, desde estudios mal utilizados hasta subvenciones sin sentido. Este entramado solo se complica cuando, en un sistema presupuestario ineficiente, no gastar el presupuesto asignado resulta en la pérdida de estos recursos en el futuro.
Finalmente, la corrupción moral, que abarca un espectro aún más amplio de complicidad y desprecio por el bien común, plantea cuestionamientos sobre la integridad de quienes nos gobiernan. Así, la lucha contra la corrupción, más que un mero asunto de devolver lo robado, se convierte en un necesario cambio en la cultura política y administrativa. Solo a través de un control efectivo y un compromiso real por parte de todos los actores políticos se podrá ir avanzando hacia un entorno más honesto.
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