La corrupción es un fenómeno tan antiguo como las primeras organizaciones humanas. Aunque solemos asociarla al gobierno, en realidad es un comportamiento que surge en cualquier estructura donde exista poder, recursos y seres humanos enfrentados a decisiones éticas. Desde una oficina pública hasta una empresa privada, la corrupción se presenta como una sombra que se alimenta de la discreción, de la desigualdad y, sobre todo,de la posibilidad de obtener un beneficio sin consecuencias aparentes.
Para entender cómo funciona, vale la pena mirar el tema desde una perspectiva filosófica. Diversos pensadores, desde Platón hasta Hannah Arendt, coinciden en que la corrupción no es sólo un acto aislado, sino una forma de relación con el poder. En “La República”, Platón advertía que cualquier sistema puede corromperse cuando quienes lo integran anteponen el interés personal al bien común. No se equivocaba; hoy, siglos después, seguimos observando cómo la tentación del beneficio inmediato puede deformar instituciones enteras.
La corrupción no nace de la noche a la mañana. Normalmente sigue un proceso que empieza con algo pequeño, casi imperceptible. Psicólogos y filósofos contemporáneos lo describen como un “desliz moral progresivo”: un individuo o grupo realiza un acto indebido, lo justifica, se acostumbra a que no pasa nada que lo impida y, con el tiempo, el acto crece.
En la práctica, la corrupción suele comenzar con actos simples como el “favorcito”, la omisión, la alteración discreta de un dato o la ventaja mínima que se cree que “no le hace daño a nadie”. Pero, como señala la filósofa Iris Murdoch, cada acción moral moldea el carácter. Así, una persona que se permite pequeñas faltas termina desarrollando tolerancia hacia faltas mayores.
En el gobierno, este proceso se acelera por la asimetría de poder; funcionarios que controlan recursos o decisiones críticas pueden caer en la tentación de usarlos en función de intereses privados. Pero en la iniciativa privada sucede lo mismo, y empleados o directivos, presionados por metas financieras o la competencia, pueden justificar decisiones que alteran reglas, ocultan información o manipulan procesos.
Lo interesante —y preocupante— es que muchas veces estas acciones no se perciben como corrupción por quienes las cometen. La filósofa Hannah Arendt hablaba de “la banalidad del mal”, cuando actos dañinos se vuelven tan comunes que parecen normales. En empresas, esto se refleja en prácticas como inflar reportes, manipular precios, favorecer a proveedores cercanos o usar información privilegiada. En el gobierno, se expresa en trámites condicionados, contratos dudosos o decisiones opacas.
¿Cómo la ve la gente que está fuera del gobierno (o fuera del círculo empresarial? Para quienes no forman parte de las estructuras de poder, la corrupción suele percibirse como algo distante, casi como una maquinaria abstracta que opera en lo oculto. Desde afuera, parece un fenómeno que afecta a todos, pero al que nadie puede detener. La ciudadanía ve la corrupción como un obstáculo que encarece trámites, reduce servicios, limita oportunidades y deteriora la confianza en las instituciones.
Un elemento interesante a observar es cómo la percepción de la corrupción cambia según la cercanía. Desde fuera, la gente interpreta los actos corruptos como injusticias claras. Desde dentro, quienes los cometen a menudo los ven como “parte del sistema”, “algo necesario para que las cosas avancen” o “una práctica que ya estaba ahí cuando llegaron”. Esta diferencia de percepciones explica por qué es tan difícil erradicar el problema: para muchos dentro del sistema, la corrupción se vuelve invisible.
Aunque solemos imaginar que la corrupción es un fenómeno del gobierno, la realidad es que la iniciativa privada juega un papel igual de importante. Ambas esferas, en sus excesos, se reflejan como dos caras de la misma moneda.
En el gobierno, la corrupción suele manifestarse en el uso indebido de recursos públicos. En la iniciativa privada, aparece en decisiones que priorizan ganancias sobre ética, calidad o seguridad. Ambas se alimentan una a la otra: empresas que buscan ventajas ilegales necesitan funcionarios dispuestos a otorgarlas; funcionarios corruptos necesitan empresas dispuestas a participar.
Filosóficamente, este fenómeno puede explicarse con el concepto de interés propio racional, planteado por pensadores como Adam Smith. En su visión, el individuo actúa buscando beneficio personal; sin embargo, el sistema sólo funciona si esas acciones se equilibran con reglas claras y un sentido de responsabilidad colectiva. Cuando ese balance se rompe, tanto en gobierno como en empresas, nace la corrupción.
Comprender la corrupción como un fenómeno humano —y no solo político— ayuda a observarla con mayor claridad. No es una falla exclusiva de instituciones públicas, ni un vicio natural del mundo empresarial. Es un comportamiento que emerge cuando la ética se debilita y cuando los incentivos favorecen el atajo en lugar del camino correcto.
La ciudadanía que observa desde fuera necesita entender que la corrupción no es sólo “lo que hacen los funcionarios” o “lo que hacen las grandes empresas”, sino un síntoma de un sistema donde la vigilancia, la transparencia y la responsabilidad compartida se han debilitado.
La buena noticia es que, como cualquier fenómeno humano, puede transformarse. La corrupción no es una condena inevitable. Requiere reconocerla, nombrarla sin miedo a las palabras y entender que, combatida a tiempo, evita que las pequeñas faltas se conviertan en grandes estructuras de daño. Somos el país 120 de 140 con alta corrupcion en el mundo es nuestra realidad. ¿ No cree usted?.
Hay una frase del periodista Raymundo Riva Palacio que me encantó: “Cuando el poder se considera moral por decreto, inevitablemente se corrompe”. Muy acertada. ¿No cree usted?


