“¿Puedo ver sus orejas?” Esta inquietante pregunta del periodista Javier Alatorre a Daniel Arizmendi en una entrevista televisiva en agosto de 1998 expone la monstruosidad del hombre apodado “El Mochaorejas”. Durante ese diálogo, Arizmendi levantó su cabello para mostrar sus orejas, dando un vistazo a la perturbadora realidad de su brutalidad. Este criminal, conocido por su infame método de cercenar las orejas y dedos de sus víctimas, fue detenido el 17 de agosto de 1998, poniendo fin a una de las etapas más horripilantes del crimen en México durante la década de los noventa.
En su arresto, Arizmendi no mostró ningún tipo de remordimiento. “El día de ayer fue de mala suerte para mí. Me detuvieron. Eso es todo”, fueron sus palabras, frías y desprovistas de emoción. A lo largo de su carrera criminal, se le atribuyeron al menos 200 secuestros, y lo que es más escalofriante, también confesó haber asesinado a seis personas, sosteniendo que sus crímenes no eran impulsados por la avaricia, sino por el desafío que representaban.
Ahora, veintisiete años más tarde, Arizmendi, que tiene 67 años, ha vuelto a ser noticia tras la absolución por parte de una jueza en relación a un proceso de secuestro. Según la magistrada Raquel Ivette Duarte Cedillo, las pruebas presentadas en su contra no eran suficientes. Sin embargo, permanecerá en prisión por otros delitos relacionados con la delincuencia organizada, cumpliendo una condena de ocho años.
Oriundo de Miacatlán, Morelos, y con un inicio en la vida laboral en talleres familiares, Arizmendi se adentró en el mundo del crimen gracias a su conexión con la Policía Judicial, donde conoció a criminales que lo guiaron en su carrera. La introducción a la extorsión y al secuestro fue gradual pero decisiva. Su metodología brutal se convirtió en su sello. El uso de tijeras de pollero para cercenar orejas sin ningún tipo de atención médica, cauterizando las heridas de manera improvisada, fue parte de un patrón de violencia que dejó una marca imborrable en el rostro del crimen organizado en México.
Arizmendi se volvió emblemático de la impunidad y la corrupción que permeaban el sistema, gozando de protección de figuras en la policía mientras sus crímenes escalaban en saña. A solo dos semanas de su captura, secuestró al empresario Raúl Nieto Del Río, quien fue asesinado tras un intento fallido de rescate. Las atrocidades de Arizmendi eran tales que enviaba partes de las orejas de sus víctimas a sus familias como una forma de coerción.
La vida criminal de Arizmendi estuvo marcada por un deseo de desafío. En entrevistas previas a su captura, declaró que el secuestro “era como una droga” para él, un impulso vital que lo llevaba a arriesgarse. Aunque se estimó que acumuló fortunas de entre 100 y 150 millones de pesos (aproximadamente 20 millones de dólares) en sus años de actividad delictiva, su nombre se convirtió en sinónimo de terror y violencia.
Los ecos de su historia trascienden las fronteras del tiempo, pues su figura sirvió de inspiración para representaciones culturales, incluyendo una película de Tony Scott que retrata su historia. Las atrocidades y la deshumanización que caracterizaban sus acciones siguen resonando en la memoria colectiva de una sociedad herida por el crimen.
La complejidad de su vida y criminalidad es un recordatorio de las profundas fallas en el sistema de justicia y la necesidad de reflexión sobre la violencia que ha afectado, y sigue afectando, a México. Las decisiones judiciales actuales solo añaden un nuevo capítulo a esta historia oscura, mientras el país sigue lidiando con las secuelas de un pasado macabro.
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