Da igual dónde nazcan, las causas que defiendan, el poder contra el que se alcen. Las revueltas, a menudo, terminan de la misma forma: “Mira, ahí hay sangre”, advierte Serik junto a sus pies, para no pisar el charco. La mancha refulge de un color rojo intenso sobre la tierra, como si fuera vino, parece aún húmeda bajo el sol pálido y frío de invierno que golpea sobre la plaza de la República en Almaty, el corazón de las violentas protestas que han sacudido Kazajistán y han llegado a poner en jaque a este inmenso país de Asia central, sacudiendo a su vez el tablero geopolítico en el patio trasero de Rusia.
Este complejo de anchas avenidas vacías e inmensos edificios gubernamentales calcinados, ubicado en el centro de la capital financiera del país, sigue desprendiendo un intenso olor a quemado. Pero se ha convertido ya este miércoles en un lugar de paseo al que acuden los curiosos como Serik, un profesor de inglés en paro de unos 60 años, que prefiere no dar más señas, por si acaso.
“La gente estaba desesperada”, añade el hombre clavando los ojos en la mancha de sangre del suelo. “Arrancó como una protesta pacífica, luego se volvió violenta, comenzaron los choques sangrientos, algunos empezaron a robar…”, va relatando las fases del estallido social que ha dejado decenas de muertos (no hay una cifra contrastable) —y 10.000 detenidos, según datos oficiales del Gobierno kazajo—, la gran mayoría de ellos en Almaty. La revuelta se inició a principios de año, motivada por el alza vertiginosa de los precios del gas licuado de petróleo en este país rico en hidrocarburos, y ha terminado aplastada bajo una contundente respuesta militar, tras la entrada en el país de un contingente de más de 2.000 soldados de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC), una asociación militar de parte del espacio pos-soviético encabezada por Rusia.
Almaty una ciudad ”moderna”
En la zona cero de las protestas, unos operarios reparan adoquines, otros barren las aceras y el silencio de las grandes arterias de estilo soviético, todavía cortadas al tráfico, le confieren al ambiente un extraño aire de domingo. Se oye el trino de los pájaros, pero los restos dejan intuir el decorado de la batalla campal. Se ven decenas de casquillos de bala que recogen, uno a uno, un grupo de voluntarios; cristales y ventanas resquebrajadas; restos de granadas aturdidoras, palos, escudos metálicos chamuscados, coches calcinados, muros de mármol acribillados y decorados con salpicaduras sangrientas. La zona, igual que el resto de la ciudad, parece haberse quedado detenida en una Navidad violenta, con Papás Noel desfigurados y decoración festiva cosida a balazos.
Almaty es una ciudad moderna, la capital histórica (hasta que fue trasladada a Astaná, posteriormente rebautizada como Nursultán) y la urbe más poblada del país, con cerca de dos millones de personas. Se encuentra ubicada en el extremo oriental del país, a un paso de China y desparramada en la falda de unos montes nevados en los que los urbanitas disfrutan, en condiciones normales, de kilómetros de pistas de esquí. En sus calles cuadriculadas y en cuesta vuelve a latir la vida poco a poco. Ha regresado internet, aunque aún funciona a trompicones, y los locales saqueados o agujereados durante los tiroteos reciben la visita de comitivas de funcionarios que toman nota y valoran los desperfectos.

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