El cambio climático se posiciona como uno de los desafíos más grandes para la humanidad en este siglo XXI. Con el incremento de las temperaturas globales y el aumento en la frecuencia de fenómenos meteorológicos extremos, la necesidad de encontrar soluciones efectivas y sostenibles se vuelve apremiante en los ámbitos científico, político y social. En este contexto, la atención se ha centrado en cómo reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, como el dióxido de carbono (CO₂), y en desarrollar estrategias para capturar el carbono que ya se encuentra en nuestra atmósfera. Los ecosistemas costeros han comenzado a destacar, emergiendo como actores esenciales en esta lucha.
Los ecosistemas de carbono azul—los cuales incluyen marismas, praderas marinas y manglares—no solo poseen la capacidad de capturar grandes cantidades de CO₂ mediante la fotosíntesis, sino que también lo almacenan en el suelo durante miles de años. Estas áreas, que suman hasta 30 mil millones de toneladas de carbono, son clave en el combate contra el calentamiento global.
Recientes estudios han demostrado que estos ecosistemas se forman en zonas costeras y representan hábitats fundamentales para una diversidad de especies. Su estrecha relación con los océanos los convierte en entornos altamente eficaces para la captura de CO₂, el principal gas responsable del efecto invernadero. Una de las características distintivas de los ecosistemas de carbono azul es su capacidad de almacenar carbono, tanto en la vegetación como en el suelo, donde las raíces se descomponen lentamente debido a condiciones de humedad y baja oxigenación.
Además de su valioso papel en el secuestro de carbono, estos ecosistemas ofrecen útiles servicios ecosistémicos. Actúan como barreras naturales contra tormentas y erosión, mejoran la calidad del agua y proporcionan recursos naturales que benefician a las comunidades locales, incluidas especies de flora y fauna. Funcionan como viveros para numerosas especies marinas, apoyando así los sustentos de comunidades costeras que tienen lazos culturales profundos con estos territorios.
Se estima que la extensión de los ecosistemas de carbono azul varía entre 0,36 y 1,85 millones de kilómetros cuadrados, comparable a la superficie de naciones como Japón o México. Sin embargo, existe incertidumbre debido a la dificultad para detectar praderas marinas, que crecen sumergidas y son menos visibles desde el espacio. Pese a esto, el potencial de estos ecosistemas es enorme; se prevé que la preservación y restauración de ellos pueden contribuir con el equivalente a un 3 % de las emisiones globales de gases de efecto invernadero si se implementan acciones adecuadas.
No obstante, más de la mitad de estos ecosistemas han desaparecido, en gran parte a causa de actividades humanas. Esta pérdida no solo disminuye su capacidad para almacenar carbono, sino que también conduce a la liberación de carbono previamente atrapado, acentuando los efectos del cambio climático. Proteger los ecosistemas existentes y restaurar los degradados es crucial.
La investigación ha señalado que, si se lograra la conservación de los ecosistemas actuales, podría evitarse la emisión de 300 millones de toneladas de CO₂ anualmente. Además, la restauración de áreas dañadas podría permitir la captura de otros 840 millones de toneladas cada año.
A medida que avanzamos, es fundamental reconocer la importancia de los ecosistemas de carbono azul no solo por su función en la lucha contra el cambio climático, sino también por su capacidad de ofrecer beneficios ecológicos, sociales y económicos. Mantener y proteger estos hábitats frágiles requiere una acción concertada y efectiva. Promover el conocimiento sobre el carbono azul, su relevancia y su inclusión en las políticas públicas es una tarea esencial, que invita a la participación de todas las generaciones.
La información presentada aquí refleja datos y hallazgos al 4 de agosto de 2025; se invita a los lectores a consultar recursos actuales para entender la evolución de estos ecosistemas y su impacto en nuestra realidad climática.
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