La catástrofe puede desatarse un día de cielo despejado. Nos despertamos ignorantes del peligro, preocupados quizá por una deuda o una discusión, o, todo lo contrario, silbamos optimistas una canción mientras nos vestimos. Aquel mediodía, una mujer se fijó en una nube extraña y enorme, en forma de hongo, trepando por el cielo. Avisó a su hermano, que salió al jardín para contemplarla. Como cuenta Daisy Dunn en Bajo la sombra del Vesubio, Plinio el Viejo, sin dudarlo, decidió investigar la misteriosa fuente de aquel humo oscuro.
Se embarcó hacia el cataclismo, sin dejar de anotar cada movimiento de la amenaza maligna que crecía ante sus ojos. Bajo una lluvia de ceniza, el asmático incansable continuó su camino cada vez más convencido de que, probablemente, no regresaría con vida. Quizá murió —es la hipótesis más amable— asfixiado por la humareda, o tal vez lo calcinó la avalancha de magma y gas a 400 grados que sepultó Herculano, Pompeya y Estabia en el año 79.
“La curiosidad que condujo a Plinio hasta el Vesubio y que le llevó a su propia muerte fue el resultado de toda una vida de fascinación por la naturaleza”, explica Dunn. Para entonces había terminado la Historia natural, la enciclopedia más antigua conocida. Su deseo de saber y dejar testimonio del descubrimiento era tan ardiente como el propio volcán.
La ciencia, el pensamiento y el arte implican un trabajo exigente que transita sobre la incertidumbre: la mayor parte de las veces solo conduce a una vía muerta. Cuando estalló la pandemia, una legión de investigadores de distintos países concentró sus esfuerzos en encontrar una vacuna. Algunos lo consiguieron; la mayoría, no. Para cada avance son precisos innumerables callejones sin salida. El logro es colectivo y engloba también los imprescindibles fracasos.
La ciencia avanza gracias a gestas aparentemente inútiles. En 1911, el joven biólogo Apsley Cherry-Garrard se unió al viaje de Scott al Polo Sur con el sueño de alcanzar un remoto criadero de pingüinos emperador, la única especie que se aparea en el crudo invierno antártico. La expedición sufrió tempestades y fríos extremos. La aurora boreal ondeaba con olas de clarísimos verdes, naranjas y amarillos en la noche perpetua, pero no podían verla porque sus ropas, endurecidas como tablas, les impedían alzar la cabeza. Había grietas en el hielo a punto de engullirlos a cada paso. Se jugaron la vida por tres huevos, con los que regresaron a Inglaterra. Cuando los donaron al Museo de Historia Natural, el conservador los recibió con gesto aburrido, sin una palabra de agradecimiento, más preocupado por atender a un personaje famoso que ese día visitaba el edificio.
Hoy, gracias a aquellos sabios insensatos, conocemos mejor que nunca el temblor de los volcanes y la amenaza de las nieves. Obsesionados por la utilidad inmediata y sus atajos, olvidamos apoyar la curiosidad y el saber. El idealismo puede ser muy práctico: nos ayudan más quienes tienen la cabeza llena de pájaros que quienes matan dos pájaros de un tiro.



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