Un trágico suceso ha marcado la atención en un campus universitario de Utah: un joven de 31 años, esposo y padre, fue asesinado por el “delito” de expresar sus ideas. Este acto violento es solo un síntoma de una enfermedad cultural más profunda: la aceptación de la violencia como medio legítimo para silenciar a quienes tienen opiniones diferentes.
En Estados Unidos, la situación es alarmante. Según estudios, uno de cada tres estudiantes considera aceptable usar la violencia para suprimir discursos en el campus. Universidades de prestigio, como Yale y Stanford, han visto a futuros abogados interrumpiendo a jueces y académicos sin responsabilidad alguna. En Columbia, grupos radicales expulsan a estudiantes de lugares públicos académicos, llevando a una preocupante transformación de las universidades, que han pasado de ser centros de debate a fábricas de intolerancia.
Pensadores como John Stuart Mill han enfatizado que incluso una voz aislada merece ser escuchada, ya que podría contener una verdad ignorada por la mayoría. Alexis de Tocqueville y Friedrich Hayek también han subrayado que la fortaleza de una democracia se mide por su apertura a la pluralidad de voces. Sin embargo, en la actualidad, estas advertencias se desoyen de manera arrogante.
La lucha no es solo legal; es cultural. Quienes recurren a la violencia suelen estar convencidos de que su causa es justa. Esta mentalidad es la verdadera amenaza, ya que una generación que cree que silenciar o destruir a su adversario es un acto de justicia pone en peligro la integridad de la sociedad.
Sin embargo, no es un fenómeno exclusivo de Estados Unidos. En México, la libertad de expresión también enfrenta desafíos, aunque con métodos distintos. Casos de censura como la propuesta de una diputada para limitar el discurso sobre la ideología de género reflejan un desprecio por la libertad similar al que se observa en los campus universitarios estadounidenses.
Las plataformas de redes sociales, por otro lado, se han convertido en espacios donde la manipulación y el ataque a quienes discrepan son moneda corriente. El reciente caso de una estudiante que cuestionó a un político y fue objeto de un linchamiento digital evidencia un mensaje contundente: criticar al poder puede tener graves consecuencias.
La lógica es similar en ambos contextos: deshumanizar al adversario y presentar la censura como una virtud. En México, la violencia política y el asesinato de periodistas son realidades cotidianas. Cuando se normaliza la idea de que disentir puede costar la vida o arruinar la reputación, el panorama se torna sombrío.
Los datos respaldan esta situación. En Estados Unidos, aunque un porcentaje menor de la población justifica la violencia política, esa fracción radical se siente legitimada por líderes irresponsables y un clima cultural que tolera cada vez más el odio como herramienta política. Por su parte, en México, más de 500 agresiones contra periodistas fueron documentadas en 2023, evidenciando que opinar se ha vuelto una actividad de alto riesgo.
Frente a estos desafíos, no puede haber respuestas tibias. La esencia de una democracia radica en su capacidad de aceptar la crítica. Defender la libertad de expresión es vital; no es un lujo, sino la base de cualquier sociedad libre.
La historia brinda lecciones valiosas. Sudáfrica optó por confrontar el trauma del apartheid con una Comisión de la Verdad y la Reconciliación, priorizando el diálogo sobre la venganza. Alemania adoptó la Streitkultur, convirtiendo el debate vigoroso en un salvaguarda contra la intolerancia. En Asia, la tradición de Gandhi destaca la resistencia no violenta frente al poder arbitrario. Estos ejemplos muestran que ninguna nación está condenada a la decadencia si se aferra a tres principios fundamentales: defender la libertad de expresión, fomentar el diálogo plural y rechazar la normalización de la violencia política. La necesidad de claridad en estos aspectos es apremiante: un país que ignore la palabra libre como su última defensa contra la barbarie se verá atrapado en una espiral de miedo y censura que podría desmantelar sus instituciones fundamentales.
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