Cuando uno recuerda su infancia en México, no es raro que los chocolates importados evoquen una profunda nostalgia. En las décadas de los 70 y 80, un Hershey’s o un Snickers traído de Estados Unidos no era solo un dulce; era un símbolo de algo exótico, un tesoro difícil de conseguir en casa. Viajar al norte no solo implicaba traer ropa; era una misión de abastecimiento, casi un ritual que combinaba emoción y deseo.
Este fenómeno de escasez fue consecuencia de políticas proteccionistas que buscaban resguardar a la producción nacional. El gobierno mexicano, a través de un sinfín de regulaciones, creó un entorno de mercado cerrado, donde posar la mirada en marcas extranjeras era casi un lujo. El propósito era fortalecer la industria mexicana, pero el efecto fue contrario: el consumidor quedó atrapado en un laberinto de opciones limitadas.
Aquellos años de proteccionismo moldearon una cultura empresarial complaciente. La falta de competencia desalentó la innovación. ¿Por qué mejorar un producto si los consumidores no tenían alternativas? De manera inevitable, solo unos pocos lograron abrirse paso, y aquellos que lo hicieron lo hicieron a través de inversiones sustanciales, estableciendo plantas locales para cumplir con las normativas.
Una anécdota que ilustra esta época es el caso de 7-Eleven, que durante años tuvo que operar bajo el nombre “Súper 7” debido a la prohibición del uso de nombres en inglés. Este hecho, aunque puede parecer trivial, era representativo de un sistema que protegía lo nacional sin considerar los costos para el mercado.
Sin embargo, la realidad se volvía insostenible. A medida que el mundo se modernizaba, el mercado mexicano comenzó a abrirse a través de tratados comerciales y la globalización. Sorprendentemente, muchas compañías locales no pudieron adaptarse y se encontraron en desventaja frente a competidores internacionales. En este contexto, mientras algunas empresas cerraron, otras se transformaron y florecieron.
La lección es clara: la apertura de mercados no debilita al consumidor; lo fortalece. Con más competencia, vienen mejores precios, mayor calidad y una innovación constante. Hoy, México experimenta una revolución empresarial. La cercanía con Estados Unidos ha abierto la puerta a una gama de productos inimaginable hace tres décadas.
Sin embargo, el mercado mexicano ha evolucionado de manera singular. Ya no es solo un receptor pasivo de productos extranjeros; ahora también exporta. Marcas mexicanas como Corona, Bimbo y Tajín se han consolidado no solo en el ámbito local, sino también en mercados internacionales, demostrando que lo nacional puede competir a gran escala.
Actualmente, el panorama está marcado por un resurgimiento del orgullo por lo local. Cada vez más, los consumidores buscan apoyar marcas nacionales y descubrir productos artesanales. La tendencia de “consumo local” se ha arraigado, basada en un sentido de nostalgia e identidad que resuena especialmente entre las nuevas generaciones.
En un momento en que se habla nuevamente de aranceles y guerras comerciales, es esencial recordar que la regulación puede afectar la dinámica del mercado, pero es el consumidor quien define el éxito de una marca. La competencia no solo impulsa el crecimiento empresarial; también beneficia al país en su conjunto.
El futuro de México radica en un ecosistema empresarial dinámico, donde la competencia se erige como el motor del desarrollo. Porque, en última instancia, cuando el mercado compite, el verdadero ganador es el consumidor.
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