La corrupción, un tema recurrente en la historia política de México, ha adquirido nuevos matices en la era de la Cuarta Transformación. Durante años, el lema de “el PRI o el PAN robaron más” se ha convertido en una respuesta automática de los incondicionales del actual presidente, Andrés Manuel López Obrador. Sin embargo, este argumento se debilita frente a la creciente evidencia de corrupción dentro del gobierno morenista, particularmente resurgido por los escándalos del huachicol fiscal.
El escándalo de la Estafa Maestra y otras similitudes en la gestión de administraciones previas parecían proporcionar un refugio al actual gobierno. Pero, con un monto estimado por el contrabando de combustibles que podría alcanzar los 600,000 millones de pesos, la narrativa se vuelve complicada. Este dato, si se considera aceptable, no solo ubicaría a Morena en la cúspide del desfalco nacional, sino que obligaría a comparar sus siete años de gestión con décadas de expedientes de corrupción de gobiernos anteriores.
Las revelaciones sobre nepotismo, tráfico de influencias y conflictos de intereses han cobrado una saliencia alarmante. Los vínculos entre el crimen organizado, en especial con el Cártel de Sinaloa, no hacen más que manchar aún más el panorama. Investigaciones internacionales han señalado que durante las campañas presidenciales de López Obrador en 2006, 2012 y 2018 existieron relaciones sospechosas que han llevado a cuestionamientos serios sobre la ética política de su administración.
Particularmente durante el proceso electoral de 2021, líderes dentro de Morena, como Porfirio Muñoz Ledo, señalaron públicamente conexiones entre el partido y elementos del crimen organizado, enfocándose en estados clave como Sinaloa y Tamaulipas. Mientras que la administración ha centrado sus esfuerzos en señalar la corrupción del pasado, la detención de exgobernadores como César Duarte y Javier Duarte, entre otros, contrasta con la protección de miembros de su propio partido que han sido acusados sin ser tocados legalmente. Figuras como Alfonso Durazo y Cuitláhuac García son ejemplos claros de esta impunidad.
Un aspecto inusual es que incluso las Fuerzas Armadas han sido arrastradas a la controversia. Los exsecretarios de Defensa y Marina son parte de las investigaciones en curso, donde se exploran tanto el manejo de recursos como el huachicol fiscal. Mientras el gobierno controla tres poderes y los cuerpos de investigación, se han tejida narrativas que han encubierto a los involucrados, llevando a que las encuestas recientes muestran un preocupante aumento en la desconfianza hacia la administración de Morena, con cifras que revelan que hasta un 80% de la población empieza a dudar de la ética del gobierno.
Las menciones a figuras cercanas a López Obrador —Andy, Pío, Adán Augusto, entre otros— junto a proyectos emblemáticos como el Tren Maya y el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles, contribuyen a la fragilidad del argumento de la administración que pretende desvincularse del legado de corrupción de sus predecesores. En este contexto, la creencia de que “el PRI o el PAN robaban más” se desmorona.
Lo que queda es la sensación de que la lucha contra la corrupción, lejos de ser una simple narrativa de campaña, se ha convertido en una batalla de credibilidad que exige respuestas, transparencia y, sobre todo, justicia. Como país, resulta esencial que este debate no se desvanezca y que se busque una rendición de cuentas que cubra a todos por igual. El futuro de la confianza pública en las instituciones de México depende de ello.
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