Durante décadas, el impulso económico de México ha estado vinculado a su enfoque en la manufactura. El Tratado de Libre Comercio (TLC) desempeñó un papel crucial al integrar la producción mexicana a la cadena de valor manufacturera de América del Norte, lo que resultó en un incremento espectacular de las exportaciones, que pasaron de menos de 20,000 millones de dólares en 1980 a más de 500,000 millones de dólares en años recientes.
Con el objetivo de colocar a México como una opción competitiva en el ámbito global, fue lanzada la marca “Hecho en México”, una estrategia para proyectar al país como un centro confiable para la manufactura de productos en grandes volúmenes y a bajo costo, especialmente en sectores clave como el automotriz, electrónico y textil.
Sin embargo, mientras “Hecho en México” se consolidaba, otros países comenzaron a desarrollar sus propias marcas “Made in”, buscando diferenciarse y ser parte de la nueva cadena de valor global. Inicialmente, esta diferenciación se enfocó en la calidad, pero a medida que muchos alcanzaron un estándar similar, el precio se convirtió en el nuevo diferenciador, especialmente cuando se trataba del costo de la mano de obra.
A pesar de que el movimiento “Made in” promovió la producción industrial, no condujo al desarrollo extendido en México. Si bien “Hecho en México” fue un motor importante para el crecimiento industrial, la falta de inversiones en el desarrollo de habilidades laborales limitó la capacidad de competir en áreas como el diseño, la investigación y la innovación.
Hoy, la marca “Hecho en México” evoca aún imágenes de fábricas automotrices y talleres textiles, no solo en la frontera norte, sino en distintos polos de desarrollo. Sin embargo, esta percepción se ha vuelto más nostálgica que representativa de la realidad económica actual. A medida que las economías globales se centran en el conocimiento, la cultura y la innovación, es crucial que México transite de una lógica de producción hacia una de creación, transformando su narrativa de “Hecho en” a “Creado en”.
La economía creativa se presenta como un motor real de desarrollo en el país, donde históricamente México ha destacado. En las décadas de 1940 y 1950, las producciones cinematográficas mexicanas se distribuían mundialmente, convirtiéndose en una importante fuente de entretenimiento en español. También, en las décadas siguientes, producciones televisivas como las telenovelas alcanzaron audiencias masivas.
Este liderazgo en el ámbito creativo no es solo un eco del pasado; en años recientes, cineastas mexicanos han dominado la escena global, llevando el reconocimiento hacia la industria creativa nacional a nuevas alturas. A pesar de este renacimiento, se necesita un enfoque renovado en el desarrollo de la economía creativa, que abarca no solo las artes audiovisuales, sino también industrias como el diseño, la música, la arquitectura y la moda. Este sector, que representa más del 3% del PIB mundial y da empleo a casi 50 millones de personas, ha pasado desapercibido en las agendas económicas, aún cuando en México los profesionales creativos contribuyen con más del 7% del PIB.
A diferencia de la manufactura, que depende de la escala y la inversión extranjera, la economía creativa prospera gracias a la cultura y al talento humano. Este modelo no requiere grandes infraestructuras, sino que demanda inversión en educación, conectividad digital, un marco legal adecuado y condiciones laborales justas. Para avanzar, México necesita reorientar su atención hacia estos aspectos.
La narrativa de “Hecho en México” tiende a reducir el valor a la producción física, ignorando el origen de las ideas y su contexto cultural. Esta perspectiva prioriza la cantidad sobre la originalidad y perpetúa un modelo en el que el país se considera un simple ensamblador de innovaciones ajenas. Una economía creativa desafía esta visión, poniendo el foco en la autoría y el reconocimiento.
Para maximizar el valor económico a través de la creatividad, es fundamental adoptar un nuevo paradigma que mueva al país del ensamblaje a la creación. Esta transición no solo redefine la marca nacional, sino que posiciona a México como un referente de talento y visión cultural en el escenario global.
El país cuenta con todos los elementos necesarios para esta transformación: una rica herencia cultural, una población joven y un talento creativo reconocible. No obstante, es vital fomentar un ecosistema que priorice estas fortalezas como motores económicos y de competitividad.
En un mundo que evoluciona rápidamente, la prosperidad de una nación ya no se mide solo por su capacidad para manufacturar, sino por su habilidad para crear. México tiene la oportunidad de trazar su propio camino hacia un futuro brillante en la economía creativa.
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