La oposición ideológica entre capitalismo y socialismo ha disminuido notablemente en las últimas décadas. La disolución de la Unión Soviética y la transformación de Europa del Este hacia la democracia liberal marcaron el fin de una utopía que, como reconoció Mijail Gorbachov, jamás fue realmente alcanzada en su país. Hoy en día, el comunismo sigue atrapando a algunos en su ilusión, mientras que en Rusia, una dictadura bajo el mando de Vladimir Putin resiente las características más negativas del capitalismo, evidenciando un poder que desborda las fronteras de la propia autoridad.
En contraste, el ascenso del sector privado en China, que representa el 60% de su PIB nacional, ilustra el surgimiento de una sólida clase empresaria y una creciente clase media. Esto contrasta con la situación en Estados Unidos, donde el capitalismo se manifiesta en su forma más extrema y desigualdad social alcanza niveles alarmantes. De hecho, las diez empresas más valiosas del mundo son de origen estadounidense y constituyen cerca del 20% del PIB nacional. Este desbalance ha sido objeto de crítica literaria, como lo señala Jorge Luis Borges, quien describió a Estados Unidos como un país fracturado por el individualismo y el poder desmedido de las élites.
A medida que Donald Trump irrumpió en la escena política, apeló a un resentimiento colectivo, movilizando a votantes en torno a una narrativa hostil hacia la inmigración —un fenómeno constante en la historia del país—, sustentada en valores étnicos y religiosos que marginalizan tanto a extranjeros como a nativos disidentes. Esta polarización ha llevado a un fortalecimiento del nacionalismo proteccionista, que utiliza una retórica divisiva para sostenerse en el poder.
La historia de la humanidad es un ciclo interminable de pruebas y errores, ascensos y caídas, que carecen de un destino final claro. Esto genera excesos ideológicos, donde los revolucionarios siguen buscando alternativas utópicas mientras que los reaccionarios esperan un quiebre total. En este contexto, el conflicto racial en Estados Unidos se ha intensificado, y la solución radica en forjar identidades nacionales más amplias e inclusivas que reconozcan la diversidad.
Históricamente, el reformismo ha demostrado ser la respuesta más efectiva a los problemas de desarrollo. La paz en la Unión Europea, que ha mantenido la estabilidad desde el final de la Segunda Guerra Mundial, es un notable ejemplo de ello, respaldado por la OTAN como una alianza defensiva. Asimismo, los países nórdicos ejemplifican cómo el gradualismo reformista en economía y sociedad propicia la fortaleza del Estado democrático, la cual a su vez depende de la cohesión social y la calidad del bienestar de sus ciudadanos.
En el contexto actual, donde las ideologías parecen polarizar más que unir, es imperativo que se busquen soluciones integradoras y reformistas que contribuyan al desarrollo sostenido y a la cohesión social, evitando así los riesgos que el extremismo ideológico plantea para el futuro. Esta reflexión sobre el camino que ha tomado la sociedad moderna invita a analizar no sólo los errores del pasado, sino también las oportunidades que se presentan ante nosotros para construir un futuro más inclusivo y equilibrado.
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