El 20 de mayo, un día como cualquier otro, ocurrió un suceso trágico en pleno corazón de la Ciudad de México. En la Calzada de Tlalpan, una de las avenidas más concurridas, la vida cotidiana se vio interrumpida por el brutal asesinato de dos jóvenes. Este ataque no se produjo en un contexto oscuro ni en un rincón aislado, sino a plena luz del día, mientras la ciudad marchaba por su rutina habitual. Las ráfagas de disparos resonaron, dejando atrás un doloroso eco de pérdida que, por su naturaleza violenta, debería ser motivo de reflexión.
Sin embargo, más inquietante que el crimen mismo ha sido la reacción social que ha acompañado a esta tragedia. Las redes sociales se convirtieron en un escenario donde la compasión y la solidaridad fueron reemplazadas por juicios y especulaciones. Los comentarios se centraron en teorías de motivo: “probablemente fue un ajuste de cuentas”, “ahí tienen la seguridad prometida”, y hasta descalificaciones sobre las víctimas, olvidando que estas eran personas con familias, sueños y un futuro por delante.
Esta falta de humanidad y empatía que ha permeado la respuesta colectiva es alarmante. A medida que nos acostumbramos a la violencia, nuestra reacción se convierte en un espectador distante, grabando con un teléfono en lugar de brindar ayuda. El acto de desenfocar y mirar el dolor ajeno se ha vuelto común, presentando una máscara de indolencia en un momento que debería ser de profunda conmoción.
La responsabilidad de investigar y dar con los culpables recae en las autoridades, pero el verdadero problema se encuentra en la desensibilización de la sociedad. Nos hemos convertido en meros espectadores, en consumidores de tragedias, centrados en el escándalo más que en la realidad humana que se oculta detrás de ella.
El desafío es recuperar la ética y la sensibilidad, es mirar más allá de las ideologías y reconocer la tragedia que afecta a todos sin distinción. En una sociedad donde la muerte parece perder significado, es crucial que reflexionemos sobre nuestro papel frente a estos crímenes.
Ante esta situación, es definitivo que la pérdida de dos jóvenes representa no solo un acto de violencia, sino un lamento nacional que nos interpela a todos. La apatía y la indiferencia son los verdaderos enemigos en este contexto. Así, es fundamental que, como colectividad, seamos capaces de entender que detrás de cada homicidio hay un ser humano que ya no está, una historia que concluyó de manera abrupta y dolorosa. Al fin y al cabo, la urgencia de una respuesta resuena no solo en las instituciones, sino en cada uno de nosotros.
Por último, se hace un llamado sincero a recordar a todas las víctimas de la violencia en el país, y es necesario ofrecer nuestro más sentido pésame a sus familias y seres queridos, quienes, indudablemente, enfrentan el vacío dejado por estas tragedias.
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