En la búsqueda de una mejor salud y bienestar, las pruebas físicas no solo sirven para evaluar nuestro estado actual, sino que son herramientas clave para medir nuestro progreso en el tiempo. Isidro, un experto en el tema, resalta que, muchas veces, los cambios se reflejan en cómo nos sentimos. Sin embargo, contar con datos objetivos puede ayudar a demostrar que el entrenamiento de fuerza efectivamente está produciendo mejoras.
Aunque a menudo se asocie el ejercicio con la pérdida de grasa, el enfoque real debe restar importancia a esa premisa. El verdadero objetivo radica en fortalecer los músculos y optimizar el funcionamiento de las mitocondrias, esas diminutas “baterías” que generan la energía necesaria para mantener nuestra vitalidad. Un buen funcionamiento de las mitocondrias se traduce en una mayor sensación de fortaleza; de lo contrario, pueden aparecer la fatiga y dificultades para quemar grasa, incluso con una dieta adecuada. No existe un remedio milagroso para mejorar la función mitocondrial; el único “medicamento” efectivo es el ejercicio, especialmente el de fuerza.
Además, es importante comprender que la acumulación de grasa no solo ocurre bajo la piel; también se deposita en órganos, vísceras e incluso dentro del propio músculo. Por ello, el entrenamiento de fuerza no solo se enfoca en el fortalecimiento, sino que también ayuda a “limpiar” esa grasa infiltrada, aunque ese no sea su objetivo primario. Una analogía efectiva para ilustrar este concepto es pensar en un celular nuevo: carga rápidamente y conserva su batería por mucho tiempo, pero a medida que envejece, la batería se deteriora y no rinde como antes. Lo mismo sucede con nuestras mitocondrias; afectan nuestra energía diaria desde el comienzo del día hasta que nos sentimos agotados en las horas posteriores.
Dentro del músculo humano, se encuentran dos tipos de fibras: las lentas, que soportan esfuerzos prolongados como caminar, y las rápidas, que son esenciales para reacciones rápidas y levantamiento de peso. Con la edad, las fibras rápidas son las primeras en desaparecer, lo que puede llevar a una reducción en la velocidad y agilidad. Aunque caminar ayuda a mejorar la resistencia, no detiene la pérdida de estas fibras rápidas. El entrenamiento de fuerza se convierte en la única forma efectiva de preservarlas. A lo largo de la vida, el cuerpo humano gana músculo hasta aproximadamente los 25 años, lo mantiene hasta los 35 y luego comienza a perderlo gradualmente, acelerándose a partir de los 50 y especialmente a los 65. De ahí que iniciar un programa de entrenamiento a una edad temprana sea crucial. Existen casos documentados de personas de 70 años que mantienen la fuerza de individuos sedentarios de 40 o 50 años gracias a un ejercicio diario, evidenciando que esta práctica puede reducir la edad biológica hasta 20 años.
El ejercicio de fuerza debe ser abordado con la misma seriedad que cualquier medicamento; la dosificación es fundamental. Así como el agua es vital para la hidratación pero en exceso puede ser dañina, el mismo principio se aplica al entrenamiento de fuerza. No se trata de agotarse en el proceso, sino de asegurarse de practicarlo con calidad. Según el experto, la clave radica en realizar pocas repeticiones, permitir una recuperación adecuada y evitar buscar la fatiga. Es un mito creer que solo se ha entrenado si se siente agotamiento; en el entrenamiento de fuerza, la calidad prevalece sobre la cantidad.
Para aquellos que desean iniciarse en el ejercicio de fuerza, hay siete aspectos esenciales a considerar, independientemente del nivel físico o la edad. A través de una combinación de conciencia y práctica adecuada, es posible dar los primeros pasos hacia una mejor salud y un futuro más activo.
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