Cada año, en España, se registran aproximadamente 90,000 casos de ictus, lo que resulta en unos 23,000 fallecimientos, según datos de la Sociedad Española de Neurología. Este dato pone de manifiesto una alarmante realidad que, sin embargo, podría mejorar notablemente al intervenir en los factores de riesgo asociados, muchos de los cuales dependen de hábitos modificables.
Antes de adentrarnos en este análisis, es fundamental comprender qué es un ictus. Este término, también conocido como accidente cerebrovascular (ACV), se refiere a la interrupción o disminución drástica del flujo sanguíneo hacia una parte del cerebro. La falta de riego puede causar daños cerebrales severos, y existen dos tipos principales de ictus: los isquémicos, que son los más comunes y ocurren por un bloqueo en las vías circulatorias, y los hemorrágicos, causados por la ruptura de un vaso sanguíneo.
La complejidad de los factores de riesgo asociados a esta condición es notable; no existe una lista definitiva debido a las interconexiones entre diversas variables. Por ejemplo, la diabetes es un claro factor que contribuye a la aparición del ictus. Aunque padecer esta enfermedad no se encuentra bajo nuestro control, sí es posible adoptar hábitos que reduzcan su incidencia.
Los expertos indican que entre un 60% y un 90% de los casos de ictus están vinculados a factores de riesgo controlables. Esto sugiere que al abordar aspectos como la presión sanguínea alta, la obesidad, la falta de actividad física, una dieta deficiente y el tabaquismo, es factible disminuir considerablemente la probabilidad de sufrir un evento cerebrovascular.
Entre los factores que podemos gestionar, la presión arterial destaca significativamente. Un nivel igual o superior a 140/90, según el Instituto Nacional del Corazón, Pulmón y Sangre de Estados Unidos, se considera un indicador de riesgo. Por su parte, la obesidad y el sedentarismo están intrínsecamente relacionados, lo que agrava aún más la situación. Además, el tabaquismo es uno de los factores de riesgo más citados, y el consumo de alcohol y ciertas drogas recreativas también han sido asociados a un aumento en las probabilidades de sufrir un ictus, incluso sustancias como los anticonceptivos.
Otros factores de salud mental, como la ansiedad y la depresión, presentan un control limitado por parte de los individuos, al igual que el entorno en el que se habita, ya que vivir en áreas contaminadas puede aumentar el riesgo sin que muchas veces se pueda cambiar esta circunstancia.
Por otro lado, existen aspectos sobre los cuales no tenemos influencia, como la edad; a medida que avanzamos en años, el riesgo de ictus se incrementa. Además, el sexo juega un papel importante: aunque los hombres presentan una mayor incidencia a edades tempranas, las mujeres, debido a su mayor esperanza de vida, son más propensas a sufrir un ictus en su etapa avanzada.
El origen étnico también puede influir en los niveles de riesgo; por ejemplo, en Estados Unidos, los afroamericanos, nativos e hispanos presentan un mayor riesgo de sufrir estos episodios. La historia familiar y la genética son igualmente relevantes, especialmente si un familiar ha tenido un ictus a una edad temprana.
Adicionalmente, es crucial estar alerta a los síntomas que pueden indicar un ictus, ya que identificarlos a tiempo puede marcar la diferencia en la atención médica que se brinda. Los síntomas más destacados incluyen pérdida de fuerza o sensibilidad en un lado del cuerpo, confusión al hablar, pérdida repentina de la visión, mareos y un dolor de cabeza intenso y repentino.
Mantenerse informado y actuar sobre los datos disponibles hasta la fecha puede ser un paso decisivo para prevenir esta amenaza a la salud.
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