Hoy quiero hablar de algo que muchos mexicanos vivimos en carne propia: la desesperación de ir a una farmacia del IMSS o del ISSSTE y escuchar la frase “no hay medicamento”.
No es nuevo que falten cosas en el sistema de salud, pero seamos honestos: nunca había estado tan mal. Antes, por lo menos, si el gobierno no cumplía, quedaba la esperanza del amparo, ese recurso legal que servía como escudo cuando el Estado te fallaba y del cual hemos estado hablando. Pero ahora, ni eso tenemos, veamos…
La llamada “reforma a la Ley de Amparo” acaba de quitarle fuerza a una de las herramientas más importantes que teníamos los ciudadanos para defendernos. Antes, si un juez concedía una suspensión para surtir medicamentos, esa decisión podía beneficiar a todos los pacientes en la misma situación. Ahora, con los cambios, solo protege al que presentó la demanda. En otras palabras: si a un padre le daban la razón por falta de medicinas para su hijo, ahora los demás niños seguiran esperando hasta que ellos presenten su propia demanda.
Y eso, aunque suene técnico, pega directo en la vida real. Porque no estamos hablando de papeles, estamos hablando de tratamientos que salvan vidas. Lo que debería ser un derecho fundamental —la salud— se ha vuelto una lucha diaria contra la burocracia, la falta de planeación y, sobre todo, la indiferencia.
Este problema va más allá del desabasto. Lo que estamos viendo es el fracaso de la buena administración pública, ese principio que dice que los gobernantes deben actuar con eficacia, responsabilidad y respeto hacia los ciudadanos. Suena muy formal, pero en palabras simples significa que un gobierno debe hacer bien su chamba, sin pretextos ni excusas.
Y lamentablemente en México, ese derecho está enfermo.
Pues cuando un padre tiene que endeudarse para comprar un medicamento que debería recibir gratis, el Estado le está fallando.
Cuando una madre tiene que formarse desde la madrugada para conseguir una consulta, el Estado le está fallando.
Y cuando ni siquiera la justicia puede intervenir para corregir esos errores, entonces el problema ya no es de salud… es de justicia.
Nos han dicho que todo es por “austeridad” o por “acabar con la corrupción”, pero no hay justificación válida cuando la consecuencia es el sufrimiento de miles de familias. La buena administración no significa gastar menos, sino gastar bien. Significa planear, escuchar, actuar a tiempo y no solo justificarse; pues quien da pretextos, no da soluciones.
Hoy vivimos en un país donde el ciudadano tiene menos herramientas para defenderse, donde los errores del gobierno cuestan vidas y donde cada vez es más difícil exigir cuentas. Y lo más peligroso es acostumbrarnos. Acostumbrarnos a que falten medicinas, a que los trámites no avancen, a que la justicia no responda.
La buena administración pública no es un lujo ni un capricho de abogados o “conservadores”.
Es un derecho que garantiza que el gobierno funcione, que los servicios lleguen y que las decisiones se tomen pensando en la gente.
Y si ese derecho se pierde, la injusticia se vuelve cotidiana.
Porque un gobierno que no cura ni escucha, termina enfermando al país entero.
Y eso, mis estimados mexicanos, no debería ser normal, pues recuerden que la justicia no es teoría, es vida cotidiana.



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