Hablar de corrupción en el sistema judicial es, para muchos, un tema desgastado. Escuchamos esa palabra y enseguida pensamos en jueces vendiendo sentencias, en ministerios públicos negligentes o en abogados que “arreglan” las cosas bajo la mesa. Sin embargo, rara vez como ciudadanos nos detenemos a pensar que la corrupción no sólo se vive en los tribunales, sino también en la indiferencia y en el silencio cotidiano.
Veamos, nos quejamos cuando un delincuente sale libre, cuando un caso se archiva o cuando un expediente parece dormir en los escritorios del Ministerio Público. Pero, ¿cuántas veces nos hemos preguntado si detrás de esas resoluciones hubo una carpeta mal integrada, una detención sin sustento legal o una víctima que decidió no denunciar por miedo o por cansancio?
En México, el sistema de justicia penal se rige por principios que garantizan los Derechos Humanos. Esto significa que un juez no puede mantener a una persona detenida o retenida sólo porque “sabemos que es culpable”. Debe haber pruebas, debe de existir un debido proceso, contemplado en nuestra carta magna como un derecho fundamental del individuo y una carpeta de investigación sólida. Sin embargo, cuando la autoridad ministerial no cumple con su trabajo —cuando no recaba los datos de prueba adecuados, cuando omite testigos o manipula evidencias o simplemente no hace nada—, el caso se cae. Y en ese momento, el juez no está liberando a un delincuente: está cumpliendo solamente con la ley.
Pero claro, desde fuera es más fácil decir: “el juez lo dejó libre” o “seguramente se vendió”. Nos cuesta trabajo aceptar que la falla muchas veces proviene del origen: de una Fiscalía que no está adecuadamente capacitada y por lo mismo, un Ministerio Público que no integra bien la investigación o de una policía que no hace una correcta puesta a disposición. Esa omisión técnica, aunque parezca un simple detalle administrativo, puede ser la diferencia entre la justicia y la impunidad.
El problema es que esta cadena de errores se alimenta de un círculo vicioso: la ciudadanía no denuncia porque “no sirve de nada”; y entendamos las autoridades no investigan porque “nadie exige resultados”; los jueces son señalados como culpables de lo que en realidad son consecuencias de un sistema colapsado; y los verdaderos responsables —los corruptos y negligentes— siguen operando sin rendir cuentas.
Por desgracia nos hemos acostumbrado a normalizar la corrupción en los pequeños actos. Cuando pagamos una mordida para evitar una multa, cuando usamos “palancas” para acelerar un trámite o cuando callamos ante un abuso porque “así es el sistema” o “Así es México”. Es en esos silencios donde se gesta la impunidad. Porque cada vez que decidimos no denunciar, estamos enviando un mensaje claro: “no pasa nada”. Y mientras sigamos pensando así, efectivamente, no pasará nada.
Ser ciudadano no sólo implica votar o pagar impuestos. Implica también participar en la vigilancia del sistema de justicia. Implica acompañar al vecino que sufrió un abuso, denunciar al servidor público que pidió dinero, exigir transparencia en los procesos y, sobre todo, informarnos. No podemos aspirar a un sistema judicial justo si seguimos actuando desde la apatía o la desconfianza.
Es cierto que hay jueces corruptos, ministerios públicos deshonestos y abogados que lucran con la necesidad ajena. Pero también hay funcionarios comprometidos, defensores públicos que trabajan con pasión y ciudadanos que, desde nuestra trinchera, buscamos cambiar las cosas. El reto está en no meter a todos en el mismo costal, es en reconocer que la justicia no sólo se construye en los tribunales, sino también en la conciencia colectiva.
La impunidad no se combate con discursos, sino con acción. Si vemos una irregularidad, denunciémosla. Si somos víctimas de abuso, documentémoslo. Si conocemos a alguien que fue liberado injustamente por un error de procedimiento, exijamos que se capacite a los responsables. No podemos seguir siendo espectadores de un sistema que necesita que participemos, ¿Qué no esa era la idea?
El silencio también es corrupción. Y aunque a veces pensemos que una denuncia “no cambiará nada”, lo cierto es que cambia todo, cada acción cuenta. Porque cada vez que alguien decide levantar la voz, se rompe una cadena de impunidad.
Hoy más que nunca necesitamos una ciudadanía activa, crítica y valiente. No podemos seguir culpando sólo a las instituciones cuando nosotros mismos alimentamos el problema con nuestra indiferencia. La justicia empieza en lo cotidiano: en no callar, en exigir, y en participar.
Y la próxima vez que escuchemos que un juez “liberó a un delincuente”, pensemos dos veces antes de juzgar. Tal vez no fue corrupción, sino consecuencia de un sistema que nosotros mismos, con nuestro silencio, hemos permitido que siga fallando.
Porque la verdadera transformación de la justicia no vendrá desde arriba, sino desde nosotros mismos, desde esa ciudadanía que decide no ser cómplice, aunque sea por omisión, pues la justicia no solo es teoría, es vida cotidiana.