América Latina vive constantemente en la delgada línea que divide al orden del caos absoluto. Siempre al límite, esa cercanía con el punto de ebullición genera una tensión permanente que, a su vez, la impulsa a sobrevivir y a seguir operando. Un acto de equilibrista sobre una cornisa tan estrecha que es también el eje rector de su magia. Es esta tensión entre caos y orden la que nuevamente se manifiesta en torno a una de sus más grandes expresiones colectivas: la Copa América de Fútbol.
La fiesta que en 2019 arrojó más de 100 millones de dólares en ingresos económicos se ha convertido en un caldo de cultivo de oportunismo político, obligaciones comerciales, ausencia de solidaridad colectiva, indignación popular y también de esperanza futbolística renovada. En lugar de estadios llenos, color, calor y rivalidades añejas, el torneo se ha convertido en un reflejo de las tensiones de la región y el impacto de la pandemia por la covid.
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En Europa, eterna rival pero también permanente referencia. Se piensa que su competencia —la Eurocopa de Naciones— será un símbolo de recuperación, de nuevos bríos, de resiliencia y de superación; en Sudamérica se ha convertido en símbolo de separación y polarización. Sin embargo, el torneo en Europa es también señal de arrogancia y de megalomanía. La Euro 2020 no modificó siquiera su nombre porque los souvenirs ya se habían mandado a hacer y el diseño del logo ya se había pagado. Cuando se dio a conocer el año pasado que el torneo sería aplazado, los directivos se dieron incluso el lujo de mencionar la fecha en que se retomaría el torneo. Quienes manejan el fútbol se sentían —y sienten— con la capacidad de decir cómo y cuándo vuelve a andar el mundo.