Saina Fofanah no debería haber pasado todo el día tendida en esa cama. A sus 13 años tendría que haber ido al colegio nada más levantarse. Después, podría haber jugado con sus amigas hasta que la caída de los últimos rayos del sol en cualquier calle o patio de Freetown, la capital de Sierra Leona, donde nació y donde vive, la hubiera empujado a casa. Y allí podría haber ayudado a poner la mesa, a cocinar arroz o pollo y a fregar los platos y las ollas antes de acostarse.
Pero, en vez de eso, Saina Fofanah descansa en un hospital, pegada a un gotero de suero, con una herida en el bajo vientre de unos 12 centímetros cosida con una decena de puntos. Frente a ella, dormido, yace su bebé, que al nacer hace unas horas pesó dos kilos con cien gramos, midió 44 centímetros y vino al mundo porque a su madre le practicaron una cesárea. Con todo, Saina tiene suerte de estar aquí.
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Sierra Leona, un país costero de algo menos de ocho millones de habitantes situado en el oeste del continente africano, a orillas del océano Atlántico, no es un buen sitio para convertirse en madre. De hecho, es el peor lugar del mundo; según Naciones Unidas, su tasa de mortalidad materna es la más alta del planeta. Aquí mueren 1.360 mujeres por cada 100.000 nacimientos de niños vivos. El Banco Mundial rebaja esta cifra a las 1.120 defunciones y coloca a Sierra Leona en tercera posición del ránking, solo superado por Sudán del Sur y Chad, dos estados sumergidos en sendos conflictos armados. En España, este guarismo apenas llega a los cinco fallecimientos. La crueldad de esta estadística se puede ver de otra manera: de cada siete mujeres que pierden la vida en este país africano, una lo hace a consecuencia directa del embarazo o del parto.
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Las razones que explican esta catástrofe son múltiples y diversas. La guerra civil que finalizó en 2002 y asoló Sierra Leona durante más de una década dejó las infraestructuras y el sistema sanitario en la cuerda floja. La epidemia de ébola de 2014, que provocó unas 4.000 muertes en poco menos de dos años, terminó por devastarlo. Ahora, el país cuenta con algo más de 150 médicos profesionales. O, lo que es lo mismo, unos dos doctores por cada 100.000 habitantes, una de las densidades más bajas del mundo. Contextualizar esta escasez resulta más sencillo al comparar esta estadística con la de las naciones que se encuentran en la otra punta de esta lista: Noruega tiene 439 facultativos por cada 100.000 personas; Portugal, 443; Grecia, 626, y Cuba se va hasta los 752.
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Además, la mayoría de la población sierraleonesa, hasta el 63%, vive en zonas no urbanas, donde esta carestía brilla con más fuerza, si cabe. De hecho, un amplio estudio arrojó que solo el 33% de los profesionales de la salud del país trabaja en centros sanitarios rurales. Dicho informe, en el que se recoge una encuesta con la participación de varias decenas de médicos sierraleoneses, dice también que el 61% de los doctores del país tenía la intención de dejar sus empleos por las malas condiciones y la escasa remuneración, además de por la incapacidad para acceder a derechos, beneficios y oportunidades de progresar y de promoción interna. Todo este deterioro en los servicios redunda en la falta de bienestar de los pacientes, pues apenas hay centros de salud decentemente equipados más allá de las grandes ciudades y las mujeres deben parir en sus propias casas.
La pobreza, ese enemigo implacable
Antes de dar a luz, Saina asistió a revisiones periódicas. Lo hizo en la misma clínica donde acaba de tener al bebé, el 34 Military Hospital, un hospital situado en Freetown y gestionado por el ejército. El último examen tuvo lugar tan solo un par de semanas antes de la noche en la que, tras sentir algunas molestias, acudió al centro de salud para que le practicaran la cesárea, hecho que ocurrió a la mañana siguiente.
La unidad para premamás se encuentra en la segunda planta de un edificio cuyas paredes internas están desconchadas, el techo luce humedades en cada compartimento y el agua de la intermitente temporada de lluvias se cuela por la puerta principal sin más resistencia que la de un felpudo desgastado. “Es la quinta vez que vengo, por eso me sé bien el camino”, afirmó la parturienta mientras enfilaba el pasillo en dirección a la consulta de su ginecólogo.