Carlos Alcaraz ya es de rabioso presente. Lo verifica Rafael Nadal, al que doblega el murciano (6-2, 1-6 y 6-3, en 2h 28m) con un último golpe pasante que cae en el ángulo, desborda al mallorquín y marca un antes y un después. Dos veces se habían enfrentado, la primera hace un año y en el mismo marco, la Caja Mágica de Madrid, la otra en Indian Wells; dos veces había impuesto el balear su jerarquía. Sin embargo, el heredero triunfa con determinación, marca un punto de inflexión y se convierte en el semifinalista más joven en la historia del torneo. Y como la historia va de primeras veces, el guion le empareja ahora con Novak Djokovic (6-3 y 6-4 a Hubert Hurkacz), el siguiente gran desafío. Otra puerta a derribar. Será este sábado (16.00, La 1).
El día anterior, el balear ya había anticipado que el cruce llegaba en un momento inoportuno para él, justo de físico después de mes y medio en la enfermería. Y en cuanto comienza la acción, lo que se podía sospechar se traduce en una confirmación. Lejos de arrugarse o de impresionarse por la silueta mística del gran campeón, Alcaraz, disfrutón, revolotea por la central y empieza a sacudir con esa derecha tan desbordante y tan arrolladora, tan despampanante. Se produce un intercambio de breaks, pero el murciano empieza a desnivelar la balanza y a Nadal se le empieza a torcer el gesto, obligado a remar a constantemente a contracorriente en los peloteos.
De repente, el mallorquín está ante un espejo del pasado. De repente, Nadal se reconoce y ve a ese chico melenudo que casi dos décadas atrás comenzaba a desquiciar a los rivales a base de vigor, pundonor y alto voltaje. Lo intenta balear todo para escapar del abordaje, pero Alcaraz acelera y acelera, aprieta y aprieta el chico de El Palmar para comerse el primer parcial a bocados y replantear el órdago que le lanzó en las semifinales de Indian Wells. Para él, todo fluye, todo carbura; todo invita a pensar en una dirección. Un escenario radicalmente distinto al de hace un año, cuando la tensión le convirtió en un tentempié y se inclinó sin apenas señales de rebeldía.
Desarrollo accidentado
Al tratar de devolver una bola escorada y al contrapié, la zapatilla del murciano se queda enganchada en la arcilla y el tobillo derecho se retuerce de fuera adentro. Al caer, además, se lastima el pulgar de la mano y no puede empuñar bien la raqueta. En un abrir y cerrar de ojos, todo cambia. Se encuentra Alcaraz sobre la banqueta mientras le vendan la articulación y maldice. Rebobina un poco y recuerda las ráfagas de aire que aplacaron su insurgencia en Indian Wells; ahora le frena un accidente. No es el único de la tarde. Nadal ya le ha roto en blanco cuando el árbitro, Nacho Forcadell, ordena parar porque al parecer un aficionado está indispuesto, requiere de atención sanitaria y hay revuelo en el graderío. Todo se ha trabado.
La acción se interrumpe durante un cuarto de hora y al reanudarse, el de Manacor ejerce sin miramientos. Olfatea la sangre y ataca. Iguala. Es Nadal, el gran tiburón blanco abriendo las mandíbulas otra vez. Luce esos dientes de sierra aterradores para cualquiera, pero no se achanta Alcaraz, al que le sienta de fábula la pausa y el cambio de camiseta. Como si no hubiera sufrido contratiempo alguno, con el vigor propio de su edad, vuelve a ser el mismo del principio. Aparca el dolor y mira al frente. Embiste a lo grande. Ahora, el que enseña las fauces es él. Ya no es aquel chico tierno del año pasado, sino un expreso a toda velocidad que planea reventar el establishment. “A la tercera va la vencida”, advertía la noche anterior. Y así sucede.
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