Comer es una experiencia que va más allá de la mera supervivencia; de hecho, se ha convertido en una fuente rica de placer al ofrecer momentos de disfrute que involucran decisiones personales. La selección de alimentos que decidimos consumir no solo está determinada por nuestras preferencias individuales, sino que también está moldeada por un entramado de factores sociales, culturales y económicos. Antes de que los alimentos lleguen a nuestras bocas, nuestras percepciones movilizan otros sentidos: los vemos, los olemos, los tocamos y, en ocasiones, los escuchamos, como el crujido de una patata frita. La neurogastronomía se centra precisamente en estudiar estos procesos y las emociones que despiertan en nosotros.
La neurogastronomía examina por qué un mismo plato puede tener sabores diferentes, dependiendo del contexto o de la persona que lo pruebe. Esta disciplina investiga la conexión entre nuestro cerebro y el acto de comer, revelando cómo nuestras características individuales afectan nuestra percepción de los sabores. Está interesado en la manera en que olores y sabores pueden evocar recuerdos y emociones profundamente arraigadas.
El término “neurogastronomía” fue introducido en 2006 por el profesor de Yale, Gordon Shepherd, en un artículo de la revista científica Nature. Posteriormente, en 2012, Shepherd publicó el libro “Neurogastronomy: How the Brain Creates Flavor and Why It Matters”, que se ha convertido en un texto fundamental en esta área del conocimiento. En 2014, nació la Sociedad Internacional de Neurogastronomía (ISN), que agrupa a expertos en campos como las artes culinarias, la agricultura y la tecnología alimentaria. Hoy en día, la aplicación de la neurogastronomía se extiende más allá del simple placer de comer. Se investiga cómo podría ayudar a recuperar o mejorar la percepción del sabor en personas que han perdido esta capacidad debido a enfermedades como el cáncer o el Alzheimer. Adicionalmente, juega un papel crucial en el tratamiento de trastornos alimenticios, contribuyendo a terapias que buscan reconectar emociones con la comida.
La construcción del sabor activa nuestros cinco sentidos: el gusto, que identifica sabores básicos; el olfato, que complementa la experiencia con aromas; la vista, que influye en la presentación de los alimentos; el tacto, que nos informa sobre la textura; y el oído, que añade elementos musicales a la experiencia culinaria, como el sonido burbujeante de una bebida gaseosa. Sin embargo, el proceso no se limita a estos sentidos. Como lo ejemplifica la famosa magdalena de Proust, un simple olor puede abrir la puerta a recuerdos y emociones, transportándonos a momentos significativos de nuestra vida. Estos factores psicológicos también juegan un papel en la forma en que percibimos un plato, incluyendo aspectos como la forma en que se sirve o describe, y el entorno social, incluso la música de fondo.
La neurogastronomía tiene una influencia directa en nuestras decisiones gastronómicas. Restaurantes de alta gama, como el Fat Duck de Heston Blumenthal, van más allá del simple menú y ofrecen experiencias sensoriales completas. Asimismo, el diseño de los alimentos puede influir en nuestras elecciones, con tecnología alimentaria que facilita una reducción de azúcares sin sacrificar sabor. Aunque muchos desafíos siguen presentes en este campo, la posibilidad de que todos los niños desarrollen un gusto por alimentos saludables, como el brócoli, abre un mundo de oportunidades.
En resumen, la neurogastronomía es una dimensión fascinante que enriquece nuestras experiencias culinarias, conectando sabores y emociones de maneras que prometen transformar nuestra relación con la comida.
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