Los líderes estatistas, que abogan por un gobierno que planifique la economía nacional, comparten una creencia fundamental: la idea de que los precios son irrelevantes y pueden ser establecidos arbitrariamente en niveles que ellos consideran “justos”. Sin embargo, este enfoque es problemático. Los precios, en realidad, no tienen un valor “justo”. Para los consumidores, el precio ideal es cero, mientras que para los productores, podría ser infinito. Esta falta de comprensión sobre el papel de los precios puede conducir a una asignación ineficiente de recursos y a un descenso en el bienestar social.
Los precios tienen dos funciones esenciales. Primero, reflejan la escasez de los recursos y envían señales sobre su asignación. Segundo, facilitan el equilibrio entre la oferta y la demanda. Cuando los precios se establecen artificialmente por encima o por debajo del equilibrio, se generan excesos, ya sea de oferta o de demanda, dando lugar a pérdidas en el bienestar social.
Un ejemplo reciente es la propuesta en el Congreso mexicano para reducir la jornada laboral a 40 horas semanales para el año 2030. Esta reducción se implementaría anualmente, comenzando en 2027, y limitaría las horas extras. Aunque la intención puede parecer positiva —dado que los trabajadores mexicanos laboran en promedio más horas al año que sus contrapartes en países desarrollados—, la propuesta podría estar desfasada. En naciones desarrolladas se trabaja menos debido a una mayor productividad, algo que no se está considerando en el debate sobre la reducción de la jornada.
Las empresas evalúan al contratar trabajadores en función de su costo total y productividad. Esto incluye no solo los salarios, sino también los beneficios como contribuciones a la seguridad social, vacaciones, y más. Según la Encuesta de Ocupación y Empleo, en octubre de 2025, de una población de 104.7 millones de personas mayores de 15 años en México, 62.5 millones entran en la Población Económicamente Activa (PEA). De esta cifra, 55.7% se encontraba en situación de informalidad, y un 29.6% trabajaba en el sector informal.
Existen diversas razones detrás de esta alta informalidad, incluidas las barreras regulatorias y los altos costos asociados al cumplimiento de las obligaciones tributarias. Si se establece una jornada laboral de 40 horas sin considerar cómo aumentar la productividad y sin reformar el sistema de seguridad social, podemos esperar un encarecimiento del trabajo formal. Esto podría empujar a más empresas y trabajadores hacia la informalidad, lo que a su vez resultaría en una baja en la productividad y la pérdida de beneficios como el acceso a seguridad social.
La eventual consecuencia de esta medida podría ser contraria a la intención original, ya que podría frenar aún más el crecimiento económico. Si realmente se desea reducir la jornada laboral, es crucial alinear los incentivos adecuados hacia el crecimiento y el desarrollo. Esto es algo que el gobierno aún no ha abordado adecuadamente.
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