Las élites gobernantes de la Europa antigua y medieval no sentían un gran aprecio por el humor. Da la impresión de que, desde las épocas más remotas, la risa siempre ha sido una cuestión de clase: hay una clara distinción entre la diversión civilizada y las risotadas vulgares. Aristóteles insiste en la diferencia entre el humor de la gente educada y la maleducada en su Ética a Nicómaco. Asigna un distinguido lugar al ingenio, situándolo junto a la amistad y la sinceridad como una de las tres virtudes sociales, pero el tipo de ingenio del que habla requiere refinamiento y educación, como cuando se emplea la ironía. Platón, en su República, frunce severamente el ceño ante la costumbre de reír en público de los ciudadanos atenienses y no tiene ningún problema en dejar la comedia para los esclavos y los extranjeros. La burla puede ser perturbadora desde un punto de vista social, y el insulto puede causar peligrosas divisiones. Platón recomienda estrictamente que no se cultive la risa entre la clase de los guardianes, al igual que condena las imágenes de dioses o héroes que ríen. San Pablo, en su Epístola a los Efesios, prohíbe las bromas, o lo que él llama eutrapelia. Es probable, en cualquier caso, que san Pablo estuviera pensando en groseras bufonadas, y no en el tipo de ingenio sofisticado que Aristóteles habría aprobado.
Mijaíl Bajtín señala que “la risa, en la Edad Media, permaneció fuera de todos los ámbitos ideológicos oficiales y fuera de todas las estrictas formas oficiales de establecer relaciones sociales. La risa fue eliminada del culto religioso, de las ceremonias feudales y estatales, de la etiqueta y de todos los géneros de pensamiento elevado”. La regla monástica más antigua que conocemos prohibía las bromas, y la regla de san Benito advierte contra la provocación que supone la risa, impertinencia para la que san Columbano imponía el castigo del ayuno. El temor a lo cómico que sentía la Iglesia medieval conduce al asesinato y al caos en El nombre de la rosa, la novela de Umberto Eco. Tomás de Aquino, como es característico de él, se muestra más permisivo con esta cuestión en su Suma teológica, y recomienda el humor por sus cualidades terapéuticas, valorando los juegos de palabras y los actos cuyo único objetivo es proporcionar placer al alma. El humor es necesario, según él, para el consuelo del espíritu. De hecho, el rechazo del humor le parece un vicio. Para la teología cristiana, el placer sin propósito de una broma refleja el acto divino de la creación, que, en cuanto “acto gratuito” original, se llevó a cabo como un fin en sí mismo, no impulsado por una necesidad y sin atribuirle funcionalidad alguna. El mundo se hizo porque sí. Se parece más a una obra de arte que a un producto industrial.
La nota precedente contiene información del siguiente origen y de nuestra área de redacción.