En un rincón del tiempo donde la vida se encuentra con la memoria, se aproxima el Día de Muertos, una celebración emblemática en México que se remonta a tiempos prehispánicos. Este evento es un homenaje a los que han partido y representa una rica tradición cultural que contrasta con las festividades más recientes, como Halloween, cuya originaria conexión celta con la celebración del final de la cosecha se ha transformado en una connotación meramente comercial en varias partes del mundo.
El Día de Muertos no es solo una oportunidad para recordar a quienes hemos perdido, sino una inercia que nos invita a reflexionar sobre la vida misma. Cada altar, cuidadosamente dispuesto con ofrendas que honran las preferencias de los difuntos, se convierte en un puente entre dos mundos. Las flores, el papel picado y las velas no son meros adornos, sino elementos simbólicos que representan los cuatro elementos fundamentales: la Tierra, el Viento, el Agua y el Fuego. Todo ello confluye para crear un espacio en el que la memoria se transforma en celebración.
Es fascinante observar cómo, a pesar de las dificultades que enfrenta la sociedad actual, el sentido del humor característico de los mexicanos aflora en esta época. La muerte, a menudo percibida con temor, es comodamente llevada con un guiño a la vida: las calaveritas de dulce, las risas y el reconocimiento de que, aunque el ciclo de la vida termine, las memorias perduran.
La influencia de la cultura pop, especialmente la invasión de tradiciones extranjeras como Halloween, no debe eclipsar el significado profundo del Día de Muertos. Si bien Halloween surgió de creencias celtas sobre la disolución del velo entre los vivos y los muertos, esta transformación a un festejo de disfraces y dulces parece distanciarse del sentido original que le dio vida. En contraste, la celebración del Día de Muertos está intrínsecamente arraigada en la memoria, el respeto y la conexión con nuestros ancestros.
Con la proximidad de este evento, se hace esencial reflexionar sobre la dualidad de nuestra existencia. Mientras disfrutamos de los frutos de la vida, también rendimos un homenaje profundo a aquellos que nos han precedido. Estar presente en esta celebración no es solo recordar a nuestros seres queridos, sino también ser conscientes de nuestra propia fragilidad. La vida y la muerte no son opuestas; son parte de un mismo ciclo en el que cada uno desempeña su papel.
Estamos en un momento en el que la reflexión sobre el pasado y la celebración del presente son más necesarias que nunca. Este noviembre, al encender las velas y adornar los altares, recordemos que, aunque la muerte es una certeza, la vida ofrecida en esos recuerdos es un regalo eterno. La Muerte, en su sabia certeza de que todos la encontraremos, nos ha concedido no solo un espacio, sino también una oportunidad: dos días para celebrar y una vida para recordar.
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