El Gobierno del Estado de Morelos ha revelado recientemente un panorama alarmante sobre las irregularidades financieras heredadas del sexenio del exgobernador Cuauhtémoc Blanco Bravo, estimadas en muchos millones de pesos. La contraloría estatal informó que 99 servidores públicos que fueron parte de su administración han sido sancionados por diversas faltas administrativas y posibles actos de corrupción. Sin embargo, ninguno ha pisado la cárcel, y hasta el momento nadie ha sido declarado culpable por una autoridad judicial.
Esta situación no sólo refleja el tamaño del desfalco, sino también la fragilidad del sistema de rendición de cuentas en Morelos, donde los procedimientos administrativos se multiplican, pero los resultados concretos se desvanecen entre tecnicismos legales, lentitud judicial y, en muchos casos, falta de voluntad política.
Un sexenio plagado de irregularidades:
El periodo de gobierno de Cuauhtémoc Blanco (2018–2024) estuvo marcado por denuncias constantes de malversación de recursos públicos, obras inconclusas, contratos irregulares y desvíos en programas sociales. Los órganos fiscalizadores han detectado anomalías en áreas sensibles como la Secretaría de Obras Públicas, la Comisión Estatal del Agua, la Secretaría de Desarrollo Social y la Secretaría de Administración.
Uno de los casos más señalados es el de contratos otorgados a empresas fantasmas y pagos por servicios que nunca se realizaron, según informes preliminares de la Auditoría Superior de la Federación (ASF) y la Contraloría estatal. Pese a ello, las investigaciones parecen estancadas, y se anuncian sanciones administrativas, suspensiones y procedimientos internos, pero ninguna acción penal ha prosperado.
La ciudadanía, cansada de escuchar de “investigaciones en curso”, percibe estos anuncios como promesas vacías, un discurso repetitivo que busca calmar la indignación pública sin que haya consecuencias reales.
La actual contralora estatal ha declarado que los 99 exservidores públicos sancionados pertenecen a distintos niveles jerárquicos del anterior gobierno, desde directores de área hasta secretarios. No obstante, la mayoría enfrenta sanciones menores, como inhabilitaciones temporales o multas económicas que difícilmente equivalen al daño patrimonial causado.
La falta de sentencias judiciales firmes ha generado sospechas de encubrimiento y acuerdos políticos. Diversos analistas locales señalan que detrás de esta aparente pasividad podría existir un pacto de silencio entre el actual gobierno y figuras clave del anterior sexenio, con el fin de evitar una confrontación abierta o la exposición de redes de corrupción más amplias.
En palabras de un exfuncionario del Congreso estatal, que pidió el anonimato, “en Morelos la justicia llega tarde, o simplemente no llega. Los expedientes duermen en los escritorios y las sanciones son simbólicas. Mientras tanto, los recursos desviados desaparecen y los responsables siguen libres”.
La corrupción no es sólo una cifra en los informes oficiales, tiene consecuencias reales y dolorosas. Los recursos desviados durante el gobierno de Blanco podrían haber financiado programas de apoyo a comunidades marginadas, proyectos de infraestructura y seguridad pública, en un estado donde la violencia, la pobreza y la desigualdad han crecido de forma preocupante.
Morelos enfrenta hoy un deterioro social acelerado con aumento de la delincuencia, desempleo, falta de inversión y desconfianza ciudadana. La percepción de impunidad alimenta la frustración colectiva y erosiona la credibilidad en las instituciones.
El caso es aún más grave considerando que, mientras se revelan los desfalcos, ningún actor político de peso ha sido llevado ante un juez. En la práctica, esto envía un mensaje devastador: en Morelos, robar del erario no tiene consecuencias reales.
El discurso oficial está lleno de palabras como “rendición de cuentas”, “transparencia” y “combate a la corrupción”. Pero, sin acciones concretas, esos términos se vuelven huecos. El gobierno actual se limita a anunciar avances y abrir expedientes, sin resultados tangibles.
La sociedad morelense no exige milagros, sino hechos. Pide que los responsables enfrenten la justicia y que los recursos públicos regresen a donde pertenecen. En un estado con tantas necesidades —desde infraestructura básica hasta seguridad—, cada peso desviado representa una oportunidad perdida para mejorar la vida de miles de ciudadanos.
Hablar tanto sin resultados, como bien señalan algunos sectores sociales, es otra forma de impunidad. La corrupción no se combate con conferencias de prensa ni con comunicados oficiales, sino con procesos judiciales firmes, recuperación de bienes y sanciones ejemplares.
El caso Blanco debe ser una oportunidad para que Morelos inicie una verdadera transformación institucional. Urge fortalecer los mecanismos de fiscalización, blindar las auditorías contra presiones políticas y garantizar la independencia del Poder Judicial.
Mientras tanto, la ciudadanía observa con escepticismo cómo los responsables de los desfalcos siguen libres, algunos incluso buscando nuevos cargos públicos. En un país donde la corrupción suele olvidarse con el paso de los sexenios, Morelos corre el riesgo de repetir la historia.
La pregunta que queda en el aire es simple pero profunda: ¿cuánto más va a tolerar la sociedad morelense que se hable de justicia sin verla cumplirse? Hasta que no haya resultados reales —personas procesadas, recursos recuperados y sentencias firmes—, la rendición de cuentas seguirá siendo sólo una promesa incumplida. ¿No cree usted?







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