Aunque ya había dado señales de la ansiedad que le producía el viaje, Elena, la pequeña, no dijo hasta última hora que no vendría con nosotros porque los aviones podían chocar con los rascacielos. Por más que se le insistió en que eso era imposible, aunque sabíamos que 50 años antes un avión había impactado contra el Empire State, no hubo manera y anulamos sus billetes. Así que fuimos los cinco, los tres chicos, adolescentes, propensos a menudo a la risa a destiempo, al enfurruñamiento inesperado, al despiste y siempre al desorden, quienes viajaron con nosotros.
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Queríamos pasearlos por Nueva York, hacerles ese regalo que se recuerda siempre. Habíamos reservado tres meses en un apartamento en la calle 61, muy cerca de Lincoln Square, de los cuales ellos pasarían uno y nosotros nos quedaríamos el resto para pasar el otoño escribiendo, cada uno con su encargo bajo el brazo. El despiste y el amontonamiento es contagioso y en la confusión de chavales y maletas que se produjo a la llegada al edificio de apartamentos, nos dejamos olvidada la mochila con el flamante nuevo ordenador y el dinero en el maletero de uno de los taxis. El dinero era el destinado al viaje, dólares contantes y sonantes: así se viajaba todavía en 2001, por mucho que ya contáramos con tarjetas de crédito.
Fue un principio accidentado y tenso que duró tres días porque el largo puente de Labor Day (el día del trabajo), un largo fin de semana que deja la ciudad vacía, nos impidió encontrar al taxista que aparecía en el recibo. La suerte nos sonrió y al cabo de tres días apareció el tipo, un negro enjuto con rastas, que tras hacernos entrega del ordenador, nos dijo, sin nombrar la santa palabra, dinero, que dentro estaba todo. Mirando intensamente a los ojos de mi marido añadió que la próxima vez no jugáramos tan fuerte. Se llamaba Ron y quiso el destino que años después, cuando ya éramos unos neoyorquinos avezados, nos volviera a caer en suerte en el aeropuerto. Se acordaba bien de nosotros y de aquel inicio de septiembre de 2001. Las dos veces se ganó, a cuenta de su honradez y simpatía, una suculenta propina.
Tras el feliz desenlace comenzaron de verdad las excursiones instructivas por la isla. El reto era difícil porque se trataba de ilustrar y entretener a tres chavales que a menudo se cansaban, no disimulaban el gesto de aburrimiento cuando lo sentían y solo parecían vibrar ante la promesa de una comida copiosa y cuanto más americana, mejor.
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La víspera del 11 de septiembre habíamos visitado las Torres Gemelas. Ellos querían subir, pero a nosotros nos dio pereza. Había un ellos y un nosotros, cada equipo a un lado del muro que se levanta entre padres e hijos cuando estos atraviesan la adolescencia. Tras la larga excursión del día 10 al sur de la isla, decidimos que al día siguiente nos daríamos el día libre, ellos de nosotros y viceversa. Estábamos durmiendo cuando llamó Elena para decirnos que un avión acababa de chocar con una de las Torres Gemelas.
Para ella, que tantas críticas había recibido por aprensiva, el impacto fue la constatación de que sus miedos eran fundados. A partir de ese momento, nos colocamos los cinco frente a la televisión. 60 calles más al norte del Word Trade Center aquello parecía tan increíble como para los que desde España contemplaban atónitos las imágenes del Telediario de las tres. Lo demás es historia, un segundo avión choca con la segunda torre y las teorías. Los chicos aventuran que los rascacielos se pueden desmoronar. Yo les digo, con autoridad materna porque otra no tengo, que eso es imposible. Y como si la vida se empeñara en desmentirme, primero cae una, después la otra, y todo queda envuelto en una nube de polvo, un polvo en el cual se fundirán los materiales de construcción que cimentaban esos dos colosos con los restos humanos. Poco tiempo después la nube se va expandiendo y el indefinible olor a la tragedia inunda la isla.
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Las dudas sobre si volver a casa o quedarnos se disiparon, al menos durante unos días. Por un lado, los aeropuertos se cerraron y la sensación de estar en una isla fue creciente; por otro, la inconsciencia juvenil que olvida pronto aquello que no es una amenaza visible sirvió como de sedante en una situación inédita. Los neoyorquinos actuaron con una extraordinaria calma, incluso guardaban escrupulosamente esas colas en las tiendas a las que tan aficionados son. Se agotaron las existencias en los supermercados en un primer momento, pero volvieron pronto a funcionar con normalidad. El gesto de angustia y pesadumbre era visible en cualquiera que te cruzaras por la calle.
Nosotros éramos una familia de turistas en una ciudad que, en cuanto abrió las posibilidades de huida, redujo su población a eso que dicen que casi no existe: los neoyorquinos. Aquella noche del 11 de septiembre, dejamos a los chicos en casa y salimos a explorar la ciudad del atentado. Las calles, siempre agitadas, populosas, pasarelas continuas de todo el abanico de diversidad humana, se quedaron vacías. Paseábamos en silencio, conscientes de que aquel paseo se parecía a las imágenes distópicas que a menudo ofrece el cine. Daba la impresión de que si continuábamos andando hasta el final de la isla veríamos la estatua de la Libertad sumergida en las aguas, como así la encontró Charlton Heston en tierra al final de El planeta de los simios.
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En la noche fresca que presagiaba el otoño, un mendigo se había apoderado de un tramo de la Séptima Avenida y sentado en un sillón de orejas miraba la tele que había enchufado a la corriente de una farola. Pasamos a su lado como si hubiéramos irrumpido en el salón de su casa. Bajamos hasta un Times Square que nos proporcionó un recuerdo del futuro: el de la plaza fantasma en tiempos de pandemia. No solo sentía la extrañeza, también esa paz incierta del silencio y remordimiento por haber dejado a los chicos solos. No eran niños ya, pero qué podía pasar si un nuevo atentado sacudía aquel paisaje nocturno. El Empire State estaba rodeado de un cordón policial. Uno de esos policías americanos de gran envergadura se nos acercó y, con esa autoridad peliculera que les asiste, nos dijo que volviéramos a casa, que ellos debían quedarse ahí, cuidando de los edificios que aún estaban en pie.