A tres años de haber triunfado y a tres de dejar el poder, el Gobierno de Andrés Manuel López Obrador se encuentra literalmente a medio camino, ahora buscará que esa expresión no se convierta en una suerte de epitafio. La ambiciosa Cuarta Transformación prometida al tomar posesión, es decir nada más y nada menos que un cambio de régimen, corre el riesgo de quedar en una versión incompleta o trunca como resultado de una frustrante mezcla de factores: la imprevisible y devastadora epidemia de la covid-19, las muchas resistencias encontradas por parte de otros actores políticos y económicos, y, desde luego, los propios errores y limitaciones de concepción e instrumentación.
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Dicho lo anterior, a mi juicio las intenciones planteadas por López Obrador eran correctas. El Gobierno de Enrique Peña Nieto terminó en el descrédito ante la indignación provocada por la corrupción, la frivolidad, el despilfarro, la expoliación del Estado en favor de una élite enriquecida, el desinterés por las mayorías, la injusticia social, la pobreza y la inseguridad. El triunfo del candidato de izquierda fue resultado de un descontento creciente que, por fortuna, encontró una salida democrática en las urnas.
¿Cuál es el balance entre las intenciones y los logros efectivos a mitad de ruta? De entrada, habría que decir que cualquier evaluación de fondo tendría que hacer a un lado, por un momento, las narrativas beligerantes y radicales que inundan el espacio público porque están cargadas de descalificaciones, propaganda y exageraciones que, obviamente, estorban al propósito de extraer un balance medianamente razonable. En este espacio he insistido en que más allá de la rijosidad verbal del presidente, autor parcial de este clima de polarización, en realidad su gestión ha sido sorprendentemente responsable para alguien que intenta un cambio de régimen.
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En esencia, López Obrador es un hombre de discurso radical y de actos de gobierno responsables. Alguien que más allá de su discurso encendido, busca cambios en el sistema a partir de las reglas y los límites del propio sistema. Y lejos de un paradigma socialista, ya no digamos comunista, su ideario parecería estar más cerca del priismo presidencialista de los años 50 y 60, un pretendido período de oro marcado por el desarrollo estabilizador, cuando el Estado mexicano supuestamente poseía conciencia social y promovía el bienestar de los pobres.
¿Qué ha hecho el gobierno en esa dirección? Lo más importante es el esfuerzo redistributivo a los grupos más desprotegidos a través de transferencias directas que no pasan por intermediarios. Poco más de 15 mil millones de dólares anuales. Insuficiente como detonante para la formación de un mercado interno, como era la intención del presidente, pero un enorme alivio para una población que, si bien no había sido desahuciada por los gobiernos anteriores, era percibida esencialmente como clientela política de las redes de intermediación.