Un caluroso domingo del pasado agosto, mientras una marea de decenas de miles de personas clamaba en las calles de Minsk contra Aleksandr Lukashenko, el autoritario líder bielorruso observaba ceñudo las protestas desde un helicóptero. “Se han escapado como ratas”, presumió, después de pedir al piloto que volara más cerca de la masiva manifestación. Al anochecer, vestido de negro, con chaleco antibalas y alzando un rifle, descendió de su aeronave en el palacio presidencial acompañado de su hijo de 15 años, Nikolai, vestido de militar y también armado. Los vídeos convenientemente difundidos por su servicio de prensa le mostraron desafiante, felicitando a los antidisturbios que bloqueaban la calle. “Nos ocuparemos de ellos”, bramó, señalando a la multitud pacífica, que con creativas pancartas, banderas y flores le pedía que dejara el poder.
Vistoso, estridente y sin límites. Es el estilo del hombre que ha gobernado durante casi tres décadas con maniobras implacables Bielorrusia, la pequeña república ex soviética de 9,4 millones de habitantes encajada geoestratégicamente entre Rusia y países de la UE y la OTAN, como Polonia o Lituania. Denominado “el último dictador de Europa” por la Administración Bush —un apodo que ha prevalecido—, Lukashenko, de 66 años, el fornido gobernante populista con un característico mostacho de corte estalinista, se ha mantenido en el poder al cimentar un Estado unipersonal controlado gracias a sus feroces fuerzas de seguridad y el temido KGB (los servicios secretos que conservan sus siglas soviéticas). Una mezcla de mano dura y mensajes populistas de cara a la galería.
Ahora, enfurecido por la oposición ciudadana, pese a las decenas de miles de arrestos y la brutal represión, y asediado y aislado por la condena internacional por sus fulminantes ataques a los derechos humanos, el bielorruso se aferra al sillón presidencial y se agita con maniobras cada vez más excéntricas e insólitas. Como la de forzar el aterrizaje hace una semana de un avión de pasajeros que sobrevolaba Bielorrusia para detener a un periodista crítico con el régimen que ocupa un lugar visible en su lista negra. Su libro de jugadas es claro: siempre ha prometido cazar a sus enemigos donde quiera que se encuentren: ahora se percibe que eso incluye hacerlo fuera del país o incluso en el cielo. “Es una persona imprevisible”, estima la analista Tatyana Stanovaya. “Pero se ve a sí mismo como el garante o cuidador del país; de su idea de país”, opina.
Hijo de una campesina soltera —algo que le marcó— y capataz de una granja colectiva (koljoz), Lukashenko se forjó una carrera política con alegatos vehementes contra la corrupción. Con su acento rural y una incomodidad visible por llevar trajes de chaqueta y corbata, construyó un perfil de vengador de la ciudadanía contra las élites arraigadas. En 1994, tres años después de que Columna Digital declarara su independencia durante la disolución de la Unión Soviética, se proclamó como primer presidente electo de Bielorrusia. Con el lema “ni con la izquierda ni con la derecha; con el pueblo” y un discurso contra el caos y apoyado en la nostalgia del orden y la estabilidad de la URSS, arrasó con más del 80% de los votos en las primeras elecciones presidenciales; los últimos comicios verdaderamente competitivos, según los observadores internacionales.
Llegó en un momento de descontento clave, cuando la pandemia de coronavirus había causado estragos en Bielorrusia ante el negacionismo y la inacción de Lukahenko, que ordenó mantener escuelas, fábricas y estadios deportivos abiertos y también las fronteras, ridiculizó la covid-19 como una “psicosis masiva” y llegó a sugerir que labrar la tierra con tractor, el vodka, la sauna y jugar al hockey sobre hielo protegerían a las personas. Surgió entonces un movimiento ciudadano que suplió con activismo y solidaridad las carencias y las grietas del Estado, que después cimentó la base de la organización de las protestas.
La nota precedente contiene información del siguiente origen y de nuestra área de redacción.