Desde los comienzos de su trayectoria artística, Ana Teresa Ortega (Alicante, 1952) manifestó su afán por romper con el formato estricto de la fotografía bidimensional. A través de un discurso que se distanciaba de las prácticas documentales habituales dominantes, y a medio camino entre la fotografía y la instalación, la ganadora del Premio Nacional de Fotografía 2020 comenzaría a indagar en una temática que ha constituido el elemento central de su quehacer artístico: la fragilidad de la memoria histórica. El pasado y el presente se intercalan en una obra que hace referencia a la construcción de la memoria individual y colectiva, así como a la identidad y al exilio, donde la literatura se erige como custodio.
Son tres décadas las que recorre Pasado y Presente, la memoria y su construcción, la retrospectiva que el Museo de la Universidad de Navarra dedica a la autora. Comisariada por Pen Benlloch, la muestra se inicia con sus Fotoesculturas, piezas tridimensionales que integran fotografías sobre soportes de vidrio, tela o metal. “Eran obras que difícilmente entraban dentro de una exposición de fotografía o en una galería de arte”, recuerda la artista. El contraste de los materiales pone de relieve la fragilidad de la imagen y de la memoria. “Las fotografías son fragmentos entresacados del discurso mediático de la prensa y la televisión. En ellas se adivina una cita a la historia de un acontecimiento bélico y de sometimiento”, señala Ortega. “Aluden a cómo nuestra memoria se va configurando a través de los medios de comunicación, que transmiten una idea del mundo que responde a los intereses del poder político y económico. Nos ofrecen una historia desarticulada, vacía de contenido. Olvidan el pasado para ensalzar el presente”.
A la fotógrafa le interesaban entonces las fotografías que, dentro de su inconcreción temporal, funcionaran como evocaciones. Imágenes que evocan a la memoria a través de su desenfoque, y permiten al espectador repensar el presente. “Nuestra cultura se ha construido en buena medida sobre el olvido intencionado”, apostilla la autora. En Figuras del exilio, los rostros anónimos representan a exiliados políticos, migrantes y otros marginados. Figuras del ayer y del hoy que aparecen aprisionadas en un presente sin esperanza y caminan a ninguna parte. “El artista debe estar comprometido con su tiempo histórico. Hablar de lo ve, de los contratiempos sociales, políticos e históricos que lo rodean y mantener un diálogo con el momento”, destaca Ortega. “La fotografía”, continúa, “es básica para la construcción de cualquier proyecto creativo, para la construcción de la mirada. La cultura contemporánea pasa por la imagen”.

“Frente a las imágenes que nos vienen dadas por los medios de comunicación, tenemos la posibilidad de construir un pensamiento crítico mediante la literatura”, subraya la fotógrafa. Así, la palabra escrita cobra protagonismo en la instalación La biblioteca, una metáfora del tiempo. Envuelta en andamios, como si se tratase de un espacio en construcción, la biblioteca queda representada como un símbolo de la memoria cultural. En los Jardines de la memoria, una joven lectora alude a los libros y a la literatura como espacios desde donde entender nuestro presente. La imagen se complementa con la proyección de unos frondosos jardines que “hacen alusión a las figuras simbólicas que se forman en la memoria cuando nos concentramos en un texto escrito. Evocan un paraíso, al igual que la biblioteca y el laberinto lo eran para Borges”, explica Ortega. La herencia intelectual del siglo XX queda representada en los rostros de los filósofos que forman Pensadores. Aquí la artista recopila de distintas publicaciones retratos de Hannah Arendt, Simone Weil, Elias Canetti o Walter Bejamin, entre otros veinte autores, para más tarde fotografiarlos como diapositivas y ser proyectados sobre espacios arquitectónicos vacíos, que se convierten en espacios de reflexión en contraposición con el espacio urbano en el que todos circulamos, rodeado de imágenes que invitan al consumo. “Se trata de personajes ilustres que yo identificaba con la voz de la conciencia y del pensamiento”, añade.
En su evolución, la fotógrafa va transitando del blanco y negro al color. De imágenes borrosas y cargadas de dramatismos que podrían evocar diferentes momentos de la historia a una fotografía neutra y desapasionada, como las que componen las últimas series, centradas en épocas concretas. En estas huye del color brillante de la publicidad y se decanta por un cromatismo desaturado. No solo se percibe un cambio en el tratamiento formal de la imagen, sino que prescinde de la figura humana para dar paso a un silencio; a un vacío estructural que forma parte del contenido del proyecto. En sus planteamientos planos y frontales se percibe la influencia de Bernd & Hilla Becher. Sin embargo, la autora asegura que sus influencias proceden de aquellos cineastas que han tratado el tema de la memoria, como Chris Marker.
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