Para quienes todavía no habían alcanzado la edad adulta en 2001, una tercera parte de la población mundial, es imposible comprender el grado de estupefacción y de espanto que prendió en Estados Unidos y en buena parte del mundo aquella mañana todavía estival del 11 de septiembre hace 20 años. Jamás en la historia se había producido un ataque de tales dimensiones contra los corazones financiero y político de la primera superpotencia, un país excepcional, resguardado por dos océanos, que no ha conocido invasiones exteriores.
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Ni siquiera el ataque aéreo japonés sobre Pearl Harbour, en 1941 y en mitad del Pacífico, había producido tantas víctimas y diseminado tanto dolor y tanta sensación de vulnerabilidad entre los estadounidenses. Tampoco jamás en la historia las imágenes de la destrucción se habían difundido y retransmitido incluso en directo por las televisiones de todo el mundo convirtiéndose inmediatamente en el símbolo de la fragilidad del poder estadounidense.
El idilio y el ensueño de la pos-Guerra Fría habían terminado. Se resquebrajó de pronto la majestuosa soledad de la superpotencia única. Fue un cambio de época. El orden mundial unipolar tropezó con un minúsculo grupo terrorista capaz de desafiarlo y declararle la guerra con tanta astucia como determinación y, sin embargo, muy escasos medios materiales, al final unos cuchillos de plástico, que sirvieron para amenazar a las tripulaciones de los cuatro aviones secuestrados, convertidos en descomunales obuses dirigidos contra los centros de poder estadounidenses.
Una nueva luz, apocalíptica y deslumbrante, se cernió sobre el mundo, convertido en un lugar muy peligroso en el que parecía imponerse obligatoriamente el uso de la fuerza para mantener la seguridad y el orden. No era momento para contemplaciones ni diálogos multiculturales ante aquella amenaza siniestra e inasible, que obligaba a cambiar de mentalidad y de costumbres. La demanda de seguridad aplastaba cualquier otra consideración, incluidos los derechos humanos, las libertades individuales e incluso la democracia. Estados Unidos estaba en guerra y se declaró en guerra. Fue un momento de perturbadora unanimidad alrededor del comandante en jefe, el presidente, en defensa de la patria atacada.
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En una mañana, el mundo había pasado de la época de las inminencias, propia de la idea de progreso, de las transiciones democráticas y de las grandes esperanzas en el futuro, a la época de la ansiedad, en la que imperan la incertidumbre y el miedo, encarnado por la amenaza de un ataque demoledor e inesperado. El presidente y sus más estrechos colaboradores quedaron traumatizados y convencidos de que iban a sucederse más ataques como los perpetrados por Al Qaeda contra las Torres Gemelas y el Pentágono, y como el que tenía como objetivo la Casa Blanca, hacia la cual se dirigía el avión estrellado en Pensilvania después de ser heroicamente controlado por los pasajeros.
Nadie se llamaba a engaño sobre la respuesta fulminante que iba a producirse inmediatamente por parte del ejército más poderoso de la historia. Iba a empezar una guerra de dimensiones desconocidas, paradójicamente en el punto preciso donde terminan las guerras y desembocan luego en armisticios y acuerdos de paz: tras el ataque letal al corazón de la metrópolis y a su cuartel general, el Pentágono. El mundo entero se sintió concernido cuando George W. Bush estableció con claridad que no iba a admitir actitudes neutrales ni medias tintas: “Perseguiremos a todas las naciones que proporcionen ayuda o refugio a los terroristas. Todas las naciones tienen ahora una decisión a tomar: o están con nosotros, o están con los terroristas”.
Sus palabras fueron premonitorias: “Los estadounidenses no deben esperar una batalla, sino una larga campaña como nunca la habrán visto”. Iba a empezar en el Afganistán de los talibanes, desde donde Al Qaeda había organizado los atentados, pero “no terminará hasta que todos los grupos terroristas de alcance global hayan sido localizados, frenados y derrotados”. Era la declaración de la Guerra Global contra el Terror, justo clausurada ahora, dos décadas después, por otro presidente, Joe Biden, con su enfática declaración del fin de “la era de las grandes operaciones militares para rehacer otros países”.
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La Casa Blanca se sintió liberada de las ataduras que habían limitado hasta entonces su poder de acción y procedió a utilizar su fuerza inmensa para cambiar el statu quo del mundo y modelarlo a su gusto, sin atender a la Constitución, al Estado de derecho, a las convenciones internacionales y mucho menos a Naciones Unidas. Primero echó a los talibanes del poder en Afganistán y a continuación invadió Irak y derrocó a Sadam Husein, con el propósito de establecer el ejemplo de la instauración de regímenes amigos, aparentemente democráticos, por la fuerza de las armas.
La nueva guerra trajo también una nueva doctrina militar. Según Arthur Schlesinger, historiador presidencial, la doctrina Bush surgida del 11-S “repudió la estrategia vencedora de la Guerra Fría —la combinación de contención y disuasión— y convirtió la guerra, tradicionalmente materia de último recurso, en una opción presidencial”. Fue un cambio revolucionario por el que “se reemplazó una política dirigida a la paz mediante la prevención de la guerra por una política dirigida a la paz a través de la guerra preventiva”.
La política exterior y la diplomacia quedaron militarizadas, sufrieron el derecho y las libertades públicas en su país y en el mundo, poco quedó del multilateralismo en las relaciones internacionales y se degradaron especialmente el sistema y las instituciones de Naciones Unidas. Se crearon limbos legales como Guantánamo o Abu Ghraib para secuestrar e interrogar a sospechosos. La tortura y los asesinatos selectivos fueron reconocidos y empleados por el Gobierno. Desapareció el habeas corpus para quienes fueron designados como “combatientes ilegales sin Estado”, fuera de la cobertura de las convenciones de guerra.
Nada sustancial sucede en los aniversarios, como acontecimientos programados que son, salvo la oportunidad de establecer una mueva mirada sobre el suceso auténtico que conmemoran. Es excepcional que dos acontecimientos que han actuado ya como auténticos hitos que separan las épocas de la historia se entrelacen y sean objeto de programación como sucede con el 11 de septiembre de 2021, día en que se conmemoran los ataques de Al Qaeda contra las Torres Gemelas de Nuevas York y el Pentágono en Washington en 2001, y que fue marcado por el presidente Biden como la fecha límite de la presencia de las tropas estadounidenses en Afganistán. Fue un mal cálculo.
La coincidencia del aniversario con el cambio de estrategia, en vez de conducir a una celebración feliz, arroja las preguntas más amargas e incómodas. ¿Han servido para algo los esfuerzos civiles y militares, los miles de millones derrochados y los centenares de miles de vidas perdidas y arruinadas? ¿Hay un vencedor en esta Guerra Global contra el Terror? Y si lo hay, ¿no son acaso los talibanes los ganadores?