Un día, entre los naranjos de la granja en la que vivía con su familia en California, Barbara Morgan vio la luz de la fotografía. Su padre, científico, le dijo que todo en la vida se componía de “átomos en movimiento”. Quizás la niña no lo entendió muy bien, pero cuando años después empezó a hacer fotografías, su meta fue siempre encontrar la energía del movimiento, del ritmo.
Una recogida sala del Museo del Romanticismo, en Madrid, acoge esas delicadas y bellas imágenes, en especial las que tomó de danza contemporánea, de esta autora estadounidense, nacida en 1900 en Búfalo (Kansas) y fallecida en Sleepy Hollow (Nueva York), en 1992. Son solo unas 30, procedentes de la Colección Astudillo, pero su calidad permite hacerse una buena idea de quién fue Morgan, artífice de que las contracciones y extensiones de la bailarina y coreógrafa Martha Graham pasasen a la posteridad gracias a su blanco y negro.
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La exposición Bárbara Morgan: gesto, danza y expresionismo, hasta el 26 septiembre, dentro de la programación de PHotoEspaña, abre con sus inicios, como puntal de las vanguardias en Estados Unidos, influida por la llegada a América de huidos del nazismo, como László Moholy-Nagy o Man Ray. Morgan crea fotomontajes porque cree que así puede mostrar mejor la compleja realidad que con una imagen que la documente. De esa época es Hearst sobre la gente (1939), metáfora visual en la que el rostro del magnate aparece sobre la pancarta de una manifestación, una crítica a la concentración de los medios de comunicación. De 1972 es City Sound, imagen en la que sobre una gran oreja aparece representado un rascacielos; era su protesta por el desagradable ruido que envuelve la vida en la gran ciudad.
Antes de proclamar estos compromisos, Morgan había estudiado Bellas Artes en la Universidad de Los Ángeles (UCLA), en la que fue después profesora. Su vocación era la pintura, pero en 1925 se casó con Willard Morgan, escritor, fotógrafo y representante de Leica en EE UU, que la convenció para que dejase los pinceles por la cámara. Willard también le sugirió que “la fotografía era más compatible que la pintura para el cuidado de sus dos hijos”, según explicó en la presentación de la exposición su comisaria, Pía Ogea. Así que ella sacrificó horas de sueño para poder revelar sus fotos. Tuvo que ser madre, esposa, artista y activista.
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En los años treinta, la familia se trasladó a Nueva York, donde los Morgan se integraron en la intelectualidad, lo que posibilitó que Barbara diera a conocer su obra y expusiera en museos. “En mi obra, sea abstracta o realista, lo que no puede faltar es el ritmo vital”, insistía. “No importa si es danza, fotomontaje, gente o naturaleza. Siempre tiene que estar presente la energía”, dejó dicho como principio clave de su obra.
De sus trabajos sobre la danza —también retrató en la intimidad de su estudio a bailarines como Merce Cunningham y José Limón— Morgan escribió que a ella le había correspondido “captar y comunicar el constante flujo de alegrías y tristezas, los conflictos y certezas que experimenta el hombre moderno”. “He intentado reproducir la relación entre la luz, tiempo, movimiento, espacio y espíritu para reflejar la esencia de la danza”.
Morgan era ya una artista reconocida. Fue una de las primeras fotógrafas a las que el MoMA dedicó, en 1945, una exposición individual. En 1952 fue cofundadora de la revista de fotografía Aperture, llamada así por la apertura del diafragma de una cámara, junto a, entre otros, Minor White, Dorothea Lange y Ansel Adams. Y en su legado está también ser precursora de algo que hoy vemos como casi natural en la fotografía, y que apunta la comisaria: “Elaboró fotolibros que ella misma maquetaba”.