Laura Moser, nieta de Frank Moser, abogado judío que tuvo que huir de los nazis en 1938, decidió mudarse junto a su marido, sus hijos y sus cuatro gatos a Berlín. Se lo comuncó a sus allegados y pocos la entendieron. “No iría ni de vacaciones”, fueron algunas de las reacciones. O: “¿Vais a instalaros en la ciudad donde nació la Gestapo?”. O: “Lo siento pero me es imposible no pensar en cosas negativas”.
“Otros, al contrario, aplaudieron nuestra decisión, ya que les parecía sabia y razonable porque EE UU ya no es en el país que acogió a mi abuelo en 1938: los lugares cambian, para bien y para mal”, nos cuenta Moser, periodista y escritora, por Zoom desde su piso en Charlottenburg, al este de la capital alemana. Moser, que fue candidata demócrata al Congreso por Texas en 2018, vendió su casa y su coche y cruzó el Atlántico en 2020, en un contexto de restricciones por la covid.
Estas son sus razones para abandonar EE UU: “Ya no existe el sueño americano”, asegura. Su marido padece colitis ulcerosa severa y la medicación en EE UU rondaba los 1.700 dólares (1.400 euros) semanales. Al costoso sistema de salud se sumaba el de la educación. “Estados Unidos tiene una cultura del endeudamiento: la sociedad considera normal pedir un préstamo para costear la universidad. Mi marido todavía está pagando sus estudios… Mientras en Alemania, la universidad ronda los 3.000 euros al año, en EE UU, pagas 25.000 en la pública y 100.000 euros en la privada”.
Su historia es muy representativa: son miles los judíos que han vuelto a la capital alemana en los últimos años. “La identidad judía renace no solo en barrios como Charlottenburg, donde residen muchos judíos, sino en todo Berlín”, precisa Donna Swarthout, escritora y editora del libro of A Place They Called Home. Reclaiming Citizenship. Stories of a New Jewish Return to Germany (Berlinica). En Charlottenburg, un barrio burgués al oeste de Berlín y a orillas del río Spree, encontró varias ventajas: “Cuando llegamos, antes de las restricciones por la covid, descubrimos una ciudad que incita a caminar. En EE UU hasta en ciudades como Washington, donde sí hay un buen transporte público, se coge el coche para todo. Atlanta me pasaba la mitad del día al volante, entregando artículos desde el coche. Mis hijos gozan de más independencia en Charlottenburg: andan y juegan solos”.
Los stolpersteine, pequeñas placas de cobre conocidas como “piedras de la memoria”, recuerdan a las víctimas de los totalitarismos en Europa. “Ha sido difícil obtenerla, porque hay que aportar mucho papeleo. Afortunadamente, al contrario de lo que sucede en otros países, en Alemania existe una cultura de la memoria: en el registro se guarda hasta el último papel, menos los que acertaron a quemar los nazis antes de que los atraparan, claro. El personal es amabilísimo y se desvive para que recuperes, como me pasó a mí, el pasaporte del abuelo…”.
“El lugar que más me ha impactado, ha sido el Track 17 en el barrio de Grunewald. Un marco idílico, rodeado de bosque, se levantan las vías del tren con los nombres de los 50.000 judíos que fueron deportados entre 1941 y 1945 a campos de concentración por los nazis”, relata por su parte Swarthout.
En Alemania viven cerca de 200.000 judíos; en Berlín, entre 30.000 y 40.000. “Nunca he sentido antisemitismo en Berlín”, cuenta Swarthout, que emigró a la capital alemana en 2010 desde Bozeman (Montana, EE UU) junto a su marido y sus tres hijos. Y añade: “La cultura judía no deja de crecer en Berlín, hogar de judíos llegados de EE UU, Israel y de otros países europeos. La ciudad bulle con eventos como el Festival de Cine Judío y con restaurantes israelo-palestinos como Kanaan, en Prenzlauer Berg”. Swarthout destaca el concepto de Begegnungskultur berlinés. “Si esta ciudad es acogedora, cosmopolita y abierta se debe a su práctica del begegnungskultur; es decir, a su cultura del encuentro”.
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