Con casi una treintena de candidatos asesinados en las campañas electorales que están en marcha en México, uno por día esta semana, resulta evidente que la violencia criminal es ya un factor en los comicios. Una regresión trágica porque si bien los mexicanos crecimos en un entorno en el que el fraude electoral y las malas artes en las urnas eran de uso corriente, (y lo siguen siendo, aunque en menor medida), el sistema político había desterrado en las últimas décadas la práctica “revolucionaria” de desaparecer físicamente al adversario en los procesos de transición de poderes. Urge preguntarnos a qué obedece esta regresión primitiva y salvaje y si esto constituye el aviso de algo más siniestro y dañino.
Una explicación fácil sería atribuir al crimen organizado la violencia que se ha desatado en las campañas. En parte es correcto, pero quedarnos en ello distorsiona el verdadero origen del problema. Es cierto que la omnipresencia de los cárteles de la droga en algunas regiones les llevó de manera casi natural a la tarea de buscar imponer a las autoridades locales. Los ayuntamientos en los bolsones territoriales que ellos controlan constituyen un botín apetitoso. Para qué tener sicarios si las policías municipales pueden hacer mejor el trabajo sucio, capturar a sus víctimas y servir de cuerpos de choque para impedir la invasión de bandas rivales. Y por lo demás, la diversificación criminal de los carteles locales es tal que el control de servicios municipales, el predial y la tesorería otorgan enormes ventajas para la extorsión, el despojo de terrenos y propiedades, la venta de pipas de agua, el cobro de derecho de piso y un largo etcétera.
Sin embargo, en la larga retahíla de agresiones que los candidatos han padecido en esta campaña (entre las que se cuentan innumerables amenazas, además de los consabidos secuestros y asesinatos) se advierte que en muchos casos el victimario no es el crimen organizado sino los propios actores políticos. Presidentes municipales cuya reelección es amenazada por un rival carismático; grupos de poder locales dispuestos a cualquier cosa antes de perder el control que ahora ejercen.
Parecería que con los comicios está sucediendo lo mismo que con las agresiones mortales a la prensa hace tres décadas. Los primeros periodistas fueron ejecutados por narcos molestos con una cobertura, pero ante la impunidad con la que lo hicieron la agresión muy pronto fue imitada por caciques y poderes locales. La tentación de suprimir a un periodista incómodo, como lo hacían los cárteles sin ningún riesgo, comenzó a ser irresistible para gobernadores, presidentes municipales, caciques y jefes de seguridad de gobiernos locales.
Habría que insistir que el narco no es el principio y el fin que explica la violencia en la vida pública. Los cárteles y su imparable expansión constituyen el síntoma más brutal y visible, pero en última instancia es un fenómeno que obedece a un cáncer más arraigado. Los poderes salvajes abren el camino, pero la presteza con la que concurren los demás poderes y otros actores revela que hay en juego causas más profundas. La manera en que comunidades completas se vuelcan a la extracción sistemática de combustibles, el secuestro de funcionarios por parte de vecinos y poblaciones agraviadas, la proclividad de grupos marginales hacia el saqueo de bienes públicos y privados (sea cacetas de autopistas o trenes y camiones de carga). En fin, la creciente inclinación de grupos y actores sociales a actuar no solo al margen de la ley sino mediante actos violentos y criminales.
“Antes de que alguien pueda comenzar la violencia, muchos otros ya han preparado el terreno”, dijo el psiquiatra Frederic Wertham, con mucha razón. Cuando el 56% de la población trabajadora se ve obligada a trabajar en el sector informal, como es el caso en México (es decir, al margen de permisos, impuestos o seguridad social), las personas aprenden que resolverse la vida no pasa por las reglas del sistema sino por las prácticas que cada cual pueda construirse; sobre todo si pueden llevarse a cabo con total impunidad.
El otro lado de esta pinza es la impunidad. Que mis actos sean legales o no resulta moralmente irrelevante porque están legitimados por una justificación de mayor rango, lo único que importa es que pueda realizarlos con total impunidad para no sufrir las consecuencias. Algo que prácticamente está garantizado en México, trátese de la toma de una caseta o la eliminación de un rival político.
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