Todo tiene un fin. Los partidos políticos nacen, crecen, a veces se reproducen, viven éxitos y sinsabores, y mueren. Un día lo controlan todo: el Ejecutivo y el Legislativo, y sus hombres y mujeres llevaban las riendas del país, y son temidos y adulados. Al día siguiente, no queda nada.
El hundimiento en Francia de Los Republicanos (LR), el gran partido de la derecha modera en Francia, y del Partido Socialista (PS), es la historia de cómo dos partidos hegemónicos desde hace casi 40 años ha terminado, en las elecciones presidenciales de este mes de abril, con unos apoyos más propios de grupúsculo extraparlamentario. Es el fin de una época, en la que los hermanos franceses del PP y el PSOE se turnaban en el poder y coincidían en lo básico: el europeísmo, la economía de mercado regulada por el Estado y la voluntad de mantener a la extrema derecha alejada del poder.
Todo esto ha terminado. Hace una semana, el 10 de abril, la candidata de LR, Valérie Pécresse, obtuvo un 4,7% de votos en la primera vuelta de las elecciones presidenciales. A la candidata socialista, Anne Hidalgo, la votó un 1,7% del electorado. En París, la ciudad de la que Hidalgo es alcaldesa, alcanzó el 2,2%.
Para hacerse una idea del descalabro, basta comparar lo que sumaron ambos partidos en las elecciones de los últimos 15 años. En 2007, el conservador Nicolas Sarkozy y la socialista Ségolène Royal captaron juntos al 56.9% del electorado. En 2012, Sarkozy y François Hollande, un 55,7%. La caída comienza en 2017, cuando un 26,3% de votos van a François Fillon y Benoît Hamon. Fue año de la victoria de Emmanuel Macron. Y el prólogo de la catástrofe actual.
Todo era susceptible de empeorar y todo empeoró. En 2022, Pécresse e Hidalgo han sumado un 6,4%. Ni una ni otra llega al umbral del 5%, que les habría permitido recuperar la mitad de los gastos de campaña: el descalabro no es solo electoral. También es financiero.
“Ni el PS ni LR se han recuperado de la elección presidencial de 2017″, resume el historiador Michel Winock. “En los últimos años, la derecha no supo afirmar su identidad ante el presidente Macron. Como le ha ocurrido a la izquierda de gobierno, se ha dividido profundamente entre dos tentaciones: el apoyo a la corriente identitaria de la extrema derecha, y la adhesión a las reformas de Emmanuel Macron. Y con un punto en común con los socialistas: la ausencia de un jefe carismático, de un auténtico líder”.
Manuel Valls, que fue primer ministro socialista entre 2014 y 2016 y después abandonó su partido de toda la vida para acercarse al movimiento de Macron, afirma: “Hay tendencias similares en todos los países occidentales y en las democracias avanzadas”. Valls cita, para explicar la crisis de los viejos partidos, tres momentos históricos.
El primer momento, según el político franco-español, es la caída del Muro de Berlín en 1989, que deja a la socialdemocracia sin un adversario, el comunismo soviético, que le permitía erigirse en el defensor progresista de la democracia contra el totalitarismo. El segundo son los atentados islamistas del 2001 y el miedo identitario en el nuevo siglo a un mundo sin fronteras y plagado de amenazas. El tercero es la crisis financiera de 2008 que se ensañó con las clases medias. “En este contexto”, observa Valls, “la derecha o la democracia cristiana, y la socialdemocracia se ven golpeadas por estos fenómenos”.
Los dilemas internos
En Francia, ya antes del declive de estos partidos, existía un caldo de cultivo que la distinguía de otros países. Algunos consensos eran más aparentes que reales. Los franceses aprobaron en 1992 por los pelos el Tratado de Maastricht en un referéndum: 51% a favor y 49% en contra. Y en 2005 rechazó el Tratado Constitucional de la UE con un 54,7% de votos en contra frente a un 45,3% a favor. El sistema era frágil.
El PS jamás resolvió el dilema entre sus almas reformista y revolucionaria. LR, como sus antecesores, la UMP y el RPR, también tenía varias almas, las famosas tres derechas sobre las que teorizó el historiador René Rémond: la bonapartista (cesarista y económicamente intervencionista), la orleanista (liberal), y la legitimista (monárquica y antirrevolucionaria).
Valls sitúa el inicio del fin en 2012, cuando el socialista Hollande accede a la presidencia con el propio Valls como hombre fuerte del Gobierno. “Las contradicciones estallaron por no haber entendido los fenómenos sociales o identitarios que mencioné antes, sumadas al ejercicio del poder, a la oposición interna en el PS y a la crisis del liderazgo de Hollande”, dice el ex primer ministro y exconcejal en Barcelona.
El resultado de aquel quinquenio, marcado por las querellas entre el ala reformista y el ala rebelde, fue que Hollande, con la popularidad en caída libre, renunció a presentarse. “Dejó un vacío en la socialdemocracia”, sostiene Valls, quien se presentó a las primarias para la presidencia y las perdió ante el izquierdista Hamon.
La caída de LR fue más progresiva. En 2017, su candidato, Fillon, era el favorito para la presidencia. Hasta que un escándalo por los empleos ficticios de su familia enterró su campaña. El escándalo dejó al desnudo un partido carcomido por las batallas de egos y los casos de corrupción. Y permitió a Macron recoger los restos durante su quinquenio: sus dos primeros ministros, Édouard Philippe y Jean Castex, provienen de la derecha.

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