Teresa Ruvalcaba yacía en una cama en la sala de urgencias del Hospital Mount Sinai de Chicago, su seno derecho inflamado a casi el doble del tamaño del izquierdo, la piel tan gruesa y agrietada que el médico al examinarla apuntaría que parecía una cáscara de naranja.
“Ojalá que sólo sea una infección”, pensó, mientras se esforzaba por respirar, sin saber que tenía un pulmón parcialmente colapsado.
Durante más de seis meses, Ruvalcaba, trabajadora de fábrica de 48 años, había intentado ignorar el dolor y la inflamación en su pecho. Temía visitar un médico durante la pandemia, temía perder turnos de trabajo, temía perder su empleo, su casa, su capacidad para cuidar a sus tres hijos. Siguió trabajando hasta que no pudo más, hasta que el dolor la forzó a pedir a su hijo que la llevara al hospital en esta noche fría y nublada de enero.
A siete millas de distancia esperaba Sergio, de 24 años, en el estrecho cuarto de su niñez, ropa esparcida por el suelo y sus libros de texto para el examen de admisión a la escuela de medicina sin tocar en un estante, sus ojos fijos en su teléfono. Normalmente, Sergio acompañaba a su madre a cualquier sitio donde podría necesitar ayuda con su inglés limitado, pero, debido a la pandemia, la seguridad del hospital no le había dejado entrar. Después de dos horas y media de silencio, le mandó un mensaje de texto: “[Cómo] te va”.
“Mijo, me están [haciendo] todos los chequeos [me van a meter] a una máquina ahorita,” respondió ella.
La llamada del hospital pilló a la oncóloga Paramjeet “Pam” Khosla en su cocina en las afueras del sudoeste de Chicago, donde ella, su marido y sus dos hijas adultas se habían quedado hablando en la sobremesa de la cena. Aunque Khosla llevaba más de 20 años en el servicio médico, su corazón todavía se sobresaltaba un poco cuando el teléfono sonaba las noches en que estaba de guardia.
Un rayo x mostraba un gran bulto en el pecho de una mujer que se quejaba de dolor en su seno, le dijo el médico de la sala de urgencias. Preocupada, Khosla le dijo que pidiera una biopsia inmediata. Acordaron que vería a la paciente tan pronto como pudiera.
“Ahí vamos de nuevo”, pensó.
En las sombras de la covid-19, otra crisis ha surgido. Con la pandemia en su segundo año y la esperanza llegando intermitentemente con las vacunas, es como si una inundación violenta hubiera comenzado a retroceder, poniendo al descubierto los escombros dejados por su estela. Entre los daños hay un número incalculable de cánceres que han quedado sin diagnosticar o sin tratar porque los pacientes pospusieron exámenes anuales, y las clínicas de cáncer y hospitales suspendieron biopsias y quimioterapias y tratamientos de radiación.
A lo largo del país, los exámenes preventivos para detectar cáncer cayeron hasta el 94% en los primeros cuatro meses del año pasado. En Mount Sinai, el número de mamografías bajó un 96% durante el mismo periodo. En julio, los exámenes habían empezado a repuntar, tanto nacionalmente como en Mount Sinai, pero todavía iban por detrás de los números pre-covid-19. Menos exámenes tuvieron como resultado un declive en nuevos diagnósticos, que según un estudio cayeron más del 50% para algunos cánceres el año pasado. Pero la gente no dejó de contraer cáncer; dejaron de ser diagnosticadas.
Mientras los pacientes vuelven a sus médicos, las secuelas de aquellos meses oscuros empiezan a hacerse visibles. El National Cancer Institute (Instituto Nacional De Cáncer) ha pronosticado un exceso de casi 10.000 muertes durante la próxima década sólo de cáncer de seno y de colorrectal debido a las demoras ocasionadas por la pandemia en el diagnóstico y tratamiento de estos dos tipos de cánceres, que a menudo pueden ser detectados precozmente con exámenes y causan una de cada seis muertes por cáncer. Como la pandemia misma, se cree que las comunidades de color serán golpeadas con una dureza especialmente fuerte. Los estadounidenses negros ya mueren de todos los cánceres a una velocidad más alta que cualquier otro grupo racial. Y el cáncer es la causa más importante de muerte entre latinos, con el cáncer de mama liderando otros cánceres en mujeres.
Después de casi cinco horas en el hospital, Teresa se fue aquella noche sin un diagnóstico, pero con instrucciones de llamar a Khosla. Sergio la recogió en la puerta de la sala de urgencias. En el camino a casa, hablaron de todos los exámenes que le habían hecho. Ninguno de los dos mencionó la palabra cáncer.
El verano pasado, mientras su seno derecho empezó a inflamarse, Teresa rellenó la parte izquierda de su brasier con toallas de papel, avergonzada por si alguien en el trabajo pudiera fijarse.
Una mujer robusta con ojos de un color café profundo y tatuajes entretejidos a través de su cuello y brazos, Teresa había trabajado casi la mitad de su vida en la misma fábrica de producción de dulces en la zona oeste de Chicago. Había emigrado a los Estados Unidos desde México de forma casi impulsiva con 21 años, se había establecido en Chicago, se había hecho residente permanente, y conseguido el empleo en “los dulces,” como lo llama ella. Con el tiempo, los dueños de la fábrica cambiaron—Kraft, Kellogg, Ferrara Candy—pero Teresa permaneció. Finalmente llegó a ser operadora de maquinaria, ganando 21 dólares por hora.

La fábrica era más que un trabajo para ella. Era donde hacía amigos, contaba chistes para pasar las largas horas, y ponía música a todo volumen, sobre todo las alegres canciones de cumbia de sus años adolescentes, en el vestuario. A sus compañeros les costaba mantener el nivel de energía de ella, pero sabían que Teresa tomaría el relevo si alguien en la línea perdía velocidad, o cubriría alguna ausencia, porque Teresa nunca decía que no al trabajo.
Los ingresos le permitieron mantener a sus hijos y, en 2008, lograr algo que no había pensado que fuera posible: poner 5.000 dólares para la compra de una casa estilo Cape Cod, con un siglo de antigüedad, en un barrio de mayoría latina donde el rugido de aviones del cercano Midway Airport interrumpe regularmente la quietud.
El intento de estabilidad tuvo un precio. Normalmente trabajaba el turno de media noche, a menudo llegando temprano y quedándose tarde, y después corría a casa para mandar a Sergio, Roberto y Aurora al colegio. Cuando eran pequeños, los niños disfrutaban las paletas y gomitas que traía del trabajo; no fue hasta que se hicieron mayores que notaron los moratones en sus rodillas y sus dedos ensangrentados.
Mientras golpeaba la pandemia, Teresa no bajó el ritmo, aunque pegó con especial dureza a los trabajadores esenciales. Casi había perdido la casa en 2018 por haberse demorado en los pagos de la hipoteca. No podía arriesgarse a que ocurriera otra vez.
Hizo horas extras y cubrió los turnos de compañeros que estaban enfermos con convid-19. Entre turno y turno, compraba comida para la cena de la noche, después caía rendida en el sofá de la sala unas horas, solo para despertarse y volver a hacerlo todo otra vez. Había creado un plan para protegerse del virus, poniéndose dos mascarillas y guantes de látex durante la hora que le tomaba el trayecto diario al trabajo en tren y autobús. Aunque sentía como su pecho ardía, continuó trabajando. No quería contagiarse de covid-19 en la oficina de un médico o en una sala de urgencias, y estaba tan ocupada que no tenía mucho tiempo para pensar en sus síntomas.
“No le hice mucho caso. ¿Por qué? Porque yo soy madre y padre para mis hijos,” dijo.
Sus tatuajes formaban un mapa de su vida, sus luchas y devociones. Un león por León, la ciudad en México donde creció; una bandera de Chicago por su hogar desde entonces; la cara de su madre para conmemorar su muerte, una pérdida que todavía le hace suspirar ocho años después. Cuando se enfrentó a la posibilidad de perder su casa, se prometió hacerle tributo con un tatuaje a la Santa Muerte, un santo folclórico mexicano, si podía salvarla. Sus rezos recibieron respuesta cuando pudo refinanciar su hipoteca, y Teresa firmemente decidida hizo dibujar el santo en su cuello. En un vistoso altar en su comedor, hizo ofrendas de flores y manzanas y encendió velas a la Santa Muerte. Mientras sentía que se enfermaba, rezó por su salud, y por la felicidad y protección de su familia.
Finalmente, cuando su pecho, tierno y caliente al tacto, le dolía demasiado para poder trabajar, pidió tiempo libre e hizo una cita virtual en una clínica cercana a principios de enero. El médico, viendo su pecho a través de una pantalla de computadora, pensó que Teresa tenía una infección y le recetó antibióticos.
Las píldoras no ayudaron. Sin embargo, menos de una semana después, Teresa estaba sentada en el desgastado sofá de la sala, haciendo planes para volver al trabajo el día siguiente. Entonces, ya incapaz de aguantar más el ardor, lloró. Su hija, Aurora, escuchando los sollozos, vino a ver qué le pasaba. Teresa aceptó que Sergio la llevara a la sala de urgencias.
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