El papel de vicepresidente de los Estados Unidos ha producido, a lo largo de la historia, un nutrido anecdotario de mofas por lo predominante y, al mismo tiempo, vacío de poder que puede resultar tamaño cargo. Benjamin Franklin propuso una vez dar tratamiento de “su superflua excelencia” a quien lo ocupara. Durante la campaña de Richard Nixon contra John F. Kennedy, en 1960, le pidieron a Dwight Eisenhower que citara alguna de las grandes decisiones que Nixon —que había sido su número dos— le había ayudado a tomar y respondió: “Si me dan una semana, puede que piense en alguna”. Nelson Rockefeller, vicepresidente con Gerald Ford (1974-1977), resumió sus labores con amargura: “Voy a funerales”, dijo, “voy a terremotos”. Y Thomas Marshall, su homólogo en el Gobierno de Woodrow Wilson (1913-1921), definió el puesto de vicepresidente de “cataléptico”: “No puede hablar, no puede moverse, no siente dolor, es perfectamente consciente de todo lo que pasa, pero no participa en ello”.
A la persona que ocupa la vicepresidencia de Estados Unidos en el año 2021, una mujer de raíces indias y jamaicanas llamada Kamala Harris, se le ha encomendado una misión que, más que a un funeral de esos que detestaba Rockefeller, se parece a un terremoto permanente (de los que tampoco gustaban al republicano): la gestión de la crisis migratoria en la frontera con México. El reto resulta tan complejo que incluso llamarlo crisis trae consigo un debate y, a diferencia de lo que decía Marshall, sí causa dolor, mucho dolor de cabeza, al político encargado de lidiar con la cuestión.
El presidente Biden ya había avanzado que quería asignar a Harris algunos asuntos candentes, igual que Barack Obama hizo con él cuando era su mano derecha. “Me encargó la supervisión de la ley de reactivación económica de 2009, las negociaciones sobre presupuestos con el senador Mitch McConnell o las relaciones diplomáticas con Irak”, recordaba en su libro de 2015. Donald Trump designó a Mike Pence para dirigir el grupo de trabajo por la crisis del coronavirus —aunque el neoyorquino no pudo evitar acaparar el protagonismo— y Dick Cheney desempeñó un papel tan importante en la Administración de George W. Bush —y en la invasión de Irak—, que algunos de sus detractores lo consideraban una presidencia a la sombra.
Ser vicepresidente, en resumen, puede convertirse en un deporte de riesgo. Antes de las elecciones legislativas de 2014, Obama también cedió a Biden un papel más relevante en la crisis migratoria, una forma de limitar los daños a su figura en un asunto que la oposición republicana podía explotar al máximo.
Ahora es Biden quien ha confiado a Harris la que ha sido una granada política para todos los inquilinos de la Casa Blanca desde hace casi 20 años. Y lo ha hecho en un momento, además, muy caliente: el año fiscal de 2021 —entre octubre de 2020 y septiembre de 2021— lleva camino de romper los récords recientes de llegadas ilegales de migrantes en todos los grupos de edad. En marzo la guardia fronteriza detuvo a 172.331 migrantes sin papeles, más del doble que en enero y la mayor cifra en ese mes desde 2001. Cerca del 11% eran, además, menores de edad no acompañados, un colectivo muy vulnerable y cuyas llegadas masivas a la frontera han saturado el sistema de acogida.
Harris, de 56 años, vista desde la campaña electoral como una más que probable sucesora de Biden, de 78, asume su primera misión específica cargada de peligros y, claro, ciertas oportunidades políticas. La labor eleva su perfil mediático dentro de Estados Unidos, le conecta con un electorado relevante y realza su figura internacionalmente. Este viernes mantendrá una charla virtual con el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, previa al viaje que planea realizar los días 7 y 8 de junio a ese país y a Guatemala, lo que supondrá su primera salida al exterior como vicepresidenta.
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