El florecimiento de la ética médica a lo largo de la historia revela un compromiso constante por parte de los profesionales de la salud en México, aún en circunstancias adversas. Un claro ejemplo de esta responsabilidad se puede rastrear hasta el 26 de mayo de 1793, cuando el virrey Conde de Revillagigedo emitió una directriz que obligaba a médicos, cirujanos, boticarios y parteras a acudir sin demora a la atención de enfermos. Esta orden surgió en respuesta a la preocupante negativa de algunos facultativos a dejar sus hogares de noche o a atender en situaciones de riesgo, lo que ponía en peligro no solo la vida de los pacientes sino también la estabilidad del orden social.
Desde entonces, el dilema persiste: ¿cómo garantizar que los profesionales de la salud actúen cuando su propia seguridad está en juego? En ese contexto histórico, ya se establecían sanciones severas para aquellos que no cumplían con su deber, indicando un profundo reconocimiento de la importancia de la vida y la salud pública.
Avancemos más de dos siglos, hasta el periodo contemporáneo que abarca hasta 2025. La pandemia de Covid-19 puso en evidencia la fragilidad del sistema de salud en México, donde numerosos trabajadores de la salud enfrentaron condiciones precarias: carencia de insumos, largas jornadas y equipo de protección inadecuado. La resultante pérdida de vidas entre estos profesionales abrumó al país y el sacrificio efectuado evocó las exigencias planteadas en aquellos lejanos bandos coloniales.
Sin embargo, tras la crisis sanitaria, nuevos peligros emergen. La violencia del crimen organizado ha envuelto a los médicos en otras vulnerabilidades. Muchos se encuentran asignados a comunidades rurales con escasas garantías de seguridad y algunas han sido víctimas de ataques, secuestros o incluso homicidios, trágicamente por atender a quienes lo requieren. Este panorama resuena nuevamente con la insistencia de cumplir con un deber casi heroico, a menudo sin las necesarias medidas de protección.
La diferencia clave radica en la evolución del contexto institucional. A diferencia de la unilateralidad de los mandatos coloniales del pasado, el Estado actual tiene la obligación constitucional de proteger a sus trabajadores de la salud. Sin embargo, la repetición de la vieja lógica de exigir heroísmo individual sin proporcionar las condiciones adecuadas resuena con una crítica a la eficacia del sistema actual.
Imaginemos dos escenarios paralelos: En 1793, un cirujano debe arriesgar su vida al atender a un herido de bala en un barrio peligroso; enfrenta una presión indescriptible por cumplir con lo ordenado, a riesgo de ser sancionado. En un contexto actual, una médica en servicio social en la Sierra de Guerrero se encuentra frente a un grupo armado, convirtiéndose en víctima solo por cumplir con su deber. Ambos relatos subrayan una constante: el Estado demanda cumplimiento sin ofrecer la protección.
Hoy en día, el debate no debe limitarse al reconocimiento del sacrificio sino que debe examinar el pacto social con quienes sostienen el derecho a la salud en el país. No es suficiente recordar a los héroes en discursos; es imperativo traducir ese reconocimiento en políticas que garanticen seguridad, suministros suficientes y respeto a su vida y labor.
La reciente reforma constitucional sobre la homologación salarial de los médicos, aprobada por unanimidad, aún permanece estancada en la Presidencia del Senado, un reflejo de la falta de compromiso con el bienestar de quienes, día a día, enfrentan grandes sacrificios.
Si contempláramos cómo se siente el legado de Revillagigedo en nuestra realidad, veríamos que, aunque se han dado pasos, la injusticia persiste. Sigue existiendo una expectativa de sacrificio personal por parte de los médicos, sin abordar de manera efectiva las fallas estructurales que amenazan su vida y su integridad al cumplir con la vital tarea de salvar otras vidas. La deuda del Estado hacia su personal de salud es grande y urgente.
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