Lucy tiene 11 años, un cuerpo delgado y menudo, y unas pequeñas marcas en la piel que revelan un pasado difícil. “Lo peor era cuando no me alimentaban. Pasaba los días, muchos días, sin comer ni beber. Dependía de una vecina, la única que me daba algo de comida de vez en cuando”, dice. La niña habla así del tiempo no demasiado lejano en el que la llevaron a Freetown, la capital de Sierra Leona, una nación de algo menos de ocho millones de habitantes situada en el suroeste africano, a orillas del océano Atlántico.
“Me dijeron que me iban a pagar el colegio, pero nunca lo hicieron. En vez de eso, me obligaban a quedarme en casa y a trabajar en las labores domésticas, me maltrataban, me insultaban… Nadie hacía nada bueno por mí”, explica. Ella no es la única: según las estadísticas oficiales, apenas una treintena de casos se denunciaron en los primeros meses de 2021, mientras que en todo África subsahariana, casi 50 millones de niños son víctimas de este crimen, según Unicef. Y, sin embargo, solo a finales de 2020 la justicia dictó por primera vez en la historia del país una sentencia condenatoria por este delito.
Más información
No siempre había vivido así. Lucy, de la etnia mende, no nació en Freetown, sino en un pueblo del sur, a muchos kilómetros de la capital. Allí vivió con su familia hasta hace un par de años. Pero la vida en las zonas rurales, hogar de casi el 60% de los sierraleoneses, resulta realmente complicada; ante la ausencia de los servicios básicos, allí recrudecen las estadísticas más duras, esas que hablan de miseria y de necesidad. Esas que indican que, en Sierra Leona, más del 53% de la población debe vivir con menos de 1,3 euros al día. O que, por la frecuente falta de colegios, sobre todo en ambientes no urbanos, el promedio de escolaridad por cada niña que nace en esta nación es inferior a tres años.
Más del 53% de la población de Sierra Leona, país de casi ocho millones de habitantes, vive con menos de 1,3 euros al día
Más Información
“Como yo no podía ir a clase, me quedaba en casa con mis padres y les ayudaba en lo que podía. Un día, mi hermano mayor, que ya era un joven adulto, me dijo que me iba a llevar a Freetown, y que allí podría ir a un colegio. A mis padres también les pareció una buena idea”, recuerda Lucy. Pero su hermano no hizo nada de eso. En lugar de ello, entregó a la niña a una mujer que la sometió a labores domésticas, a los peores maltratos, a tener que rogar un plato de comida diario. “Estuve en aquella casa un tiempo, quizás varios meses, no recuerdo cuánto. Pero no fue una época bonita. No salía de allí nunca. No llegué a ir al colegio, ni siquiera una mañana. Simplemente, me pasaba los días encerrada, trabajando”, lamenta.
Lucy consiguió salir de aquella vivienda gracias a que Don Bosco Fambul, una ONG salesiana con sede en Freetown dedicada a la protección de la infancia, se enteró de su historia y la rescató. Ahora se recupera de las heridas físicas y mentales en un refugio que esta organización destina a niñas sierraleonesas que han sido víctimas de diferentes agresiones: abusos sexuales, violaciones, maltrato o tráfico de menores. No es este último un delito menor ni tampoco infrecuente. Según las estadísticas recabadas recientemente por las autoridades sierraleonesas, desde enero a abril del 2021 se denunciaron 29 casos de niños traficados en el país. Una media algo superior a siete al mes.
La promesa de la educación
“La promesa siempre es la educación. Una persona elegante y bien vestida, normalmente, va a los pueblos donde vive gente campesina, a veces ignorante, y recoge nueve, 10 o 15 niños. En ocasiones promete dinero a las familias. Les ofrece que sus hijos puedan ir al colegio. Recuerdo un caso en el que nos llamaron de una aldea y nos dijeron que unos señores habían llegado con la oferta de enviar a los niños a estudiar a Estados Unidos. Pero era una invención, una gran estafa”, contextualiza Jorge Crisafulli, salesiano y director de Don Bosco Fambul. Y añade: “Hay un tráfico muy grande dentro y fuera de Sierra Leona. Cientos de menores son traficados todos los años. Niños a los que venden para trabajar, niñas para casarse o para que se prostituyan, o bebés para mendigar. Hay personas que compran uno y con él va a una mujer a la calle a pedir”.
Nancy, una de las trabajadoras sociales que se encuentra al cuidado de Lucy, también sabe de muchos casos y conoce cómo funciona el tráfico de menores en su país. “Se traen a los pequeños a Freetown y los ponen a vender agua o comida por las calles. Algunos pueden pasarse todo el día, desde por la mañana hasta por la tarde, jornadas de más de 12 o 13 horas sin cobrar nada a cambio”, explica. Nancy asegura, además, que algunos de estos niños solo aguantan unos meses hasta que escapan de sus captores y hacen de la calle su hogar. Pero que, para otros, esta situación de esclavitud puede perpetuarse durante años. “Solo huyen de este ambiente los que tienen la suerte de encontrar algún vecino que los lleva a la policía o a alguna ONG que es capaz de denunciar a los agresores. Algunas comunidades incluso tratan de esconder esta circunstancia por vergüenza”, finaliza.