Es una lluviosa tarde de octubre de 2020 y, mientras en la capital salvadoreña la legislatura lleva más de una década enfrentada por un proyecto de enmienda a la Constitución para establecer que solo “hombre y mujer así nacidos” tengan derecho a contraer matrimonio, en un tranquilo y alejado caserío en la zona rural del oriente de El Salvador, una persona a la que sus padres asentaron como Walter Vigil en 1988 tiene razones para celebrar: acaba de casarse con Gabriel.
Hace tiempo ya que Walter dejó de ser Walter. Un día pudo tomar las riendas de su vida y decidió luchar por cumplir algunos de sus anhelos y por sus derechos. Por eso, esa tarde, Walter desafía al sistema y protagoniza su sueño de unirse en matrimonio con Gabriel, a quien considera el amor de su vida. Aunque en realidad, Walter ya no es Walter, sino Valentina, la persona que hace años asumió que es, más allá de cómo la asentaron en el registro civil. Y su boda en realidad es un simulacro, una representación significativa y poblada de emociones, pero despojada de legalidad en un país donde los congresistas suelen invitar a pastores y sacerdotes a presidir actividades de Estado, y donde una comisión especial de la Presidencia ha convocado en 2021 a las instituciones religiosas para consultarlas sobre eventuales reformas a la Constitución.
Con aquella ceremonia simbólica, Valentina culminó un ciclo de 17 años desde el momento en que decidió, en su adolescencia, asumirse como mujer. Y aunque al inicio sufrió de la incomprensión de algunas personas en su familia, nunca dejaron de apoyarla. Incluido su padre, un exmilitar de las fuerzas especiales del Ejército.
La boda de Valentina choca con la disposición del Código de Familia que considera nulo un casamiento celebrado entre “personas del mismo sexo”. El Salvador no ha legislado el matrimonio entre personas del mismo sexo y todavía se rehúsa a reconocer el derecho de las personas a reclamar su propia identidad de género. Pero, frente a la remota posibilidad de que pueda un día aprobar una ley que les permita asumir su identidad, y aunque la Constitución establece que las relaciones familiares provienen de la unión entre “varón” y “mujer”, grupos ultraconservadores temen que, eventualmente, eso pueda abrir la puerta al matrimonio entre personas que no sean “hombre y mujer así nacidos”, y desde 2005 han intentado incluir el candado de esa redacción precisa en el artículo 33 de la Constitución.
Carreto, al oriente de la capital salvadoreña.
“Este fue un mensaje claro de que el tema de derechos de lesbianas, gays, transexuales, bisexuales e intersexuales no tenía prioridad para este gobierno”, explica la activista: “Ya se tenían planes de trabajo, políticas avanzadas, espacios de interlocución con las instituciones del Estado”. Todo eso hoy tiene un futuro incierto.
Amaral Gómez, académico especialista en género y sexualidad, lo dice claro: es, en el fondo, una discriminación clara por razón de orientación sexual. Algo que, en teoría, está prohibido por distintos instrumentos de derechos humanos que El Salvador se ha comprometido a respetar. El hecho de que en Columna Digital las personas del mismo sexo se vean obligadas a realizar simulacros de boda y no un matrimonio real, evidencia altos niveles de discriminación social e institucional. “El Salvador se ve retrasado dentro de un conjunto de naciones que, en un proceso civilizador, otorgan derechos en iguales condiciones a todas las personas independientemente de su orientación sexual”, razona.
Valentina dice que su boda con Gabriel constituyó un reclamo por sus derechos. “Somos seres humanos y tenemos derecho a formalizar ante el Estado nuestra relación, igual que todos”.
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