Toda historia tiene diversos personajes, depende de quién la cuente es el papel que interpretará cada actor. Enrique de Inglaterra y Meghan Markle cuentan en su nueva serie su romance, la interacción con la familia real de Inglaterra, lo que fueron y lo que son actualmente.
La historia es perfecta, sí, pero no es en absoluto nueva. Casi todo está ya contado, por mucho que los tabloides británicos se llenen de titulares en rojo con cada avance (solo con los 59 segundos del primer tráiler el Daily Mail publicó 11 noticias). Como en cada nueva narración, se añaden detalles, pero lo que explican Enrique y Meghan, juntos y por separado, ante las cámaras de Netflix no es nuevo. Una de sus frases más repetidas es que ellos, M y H (como se llaman el uno al otro), quieren contar su propia historia. Pero lo llevan haciendo desde que se marcharon de la familia real. La entrevista con Oprah Winfrey en abril de 2021, en la que hablaban de racismo y de pensamientos suicidas, era tal bomba que, después de eso, solo queda sacarle punta a detalles morbosos. Detalles que valen 100 millones de dólares, como su contrato en Netflix y que solo en Reino Unido se convirtió en su primer día en lo más visto del año, según el medidor oficial de audiencias británico y como recoge la BBC: su primer capítulo lo vieron más de 2,4 millones de espectadores (1,5 el segundo y 800.000 el tercero); el primero de la quinta temporada de The Crown tuvo 1,1 millones de visualizaciones en su primera jornada.
Detalles que explotan hasta la saciedad, como que Enrique temía que el destino de la actriz fuera tan fatídico como el de su madre, eternamente perseguida por los paparazis. Diana siempre está presente en el relato de Enrique, lógico; pero también en el de Markle, que le enseña repetidamente, y no sin cierta cursilería, a su bebé una foto de la princesa enmarcada en una pared explicándole que es la abuelita Diana (mientras más de un espectador abrirá la boca de incredulidad). O detalles como que la cuestión racial los marcó desde el principio, pese a las contradicciones acerca de la misma que presenta incluso la propia Markle.
Lo que resulta novedoso y sorprendente es la ingenuidad de la narración, todo para que encaje con el concepto del cuento de hadas pensado para un público estadounidense prime. Como que Markle afirme que para su segunda cita con Enrique, a la que llegaba desde Wimbledon “demasiado emperifollada”, necesitara darse una ducha y ponerse “algo más cómodo”. Era su primera cena formal. Una cena con un príncipe a la que ir cómoda… O que se presentara por primera vez ante sus cuñados —siendo o no estos los futuros herederos del trono— en vaqueros y descalza, ante lo que ríe sin parar; un detalle curioso, pero, por otra parte, superficial y que es el único dato que destaca del encuentro. O su desconocimiento total de quién era Enrique, al que afirma que no buscó en Google, como todo el mundo haría dado el caso, sino en Instagram (donde su perfil era un recopilatorio de paisajes y animales). Lo que sí buscó en Google fue el himno nacional británico (siendo graduada en Relaciones Internacionales) o la ropa o los sombreros que debía usar, porque no contó con ayuda. “¿Te acuerdas de Princesa por sorpresa, de Anne Hathaway? No hay clases ni nadie que te diga: ‘Siéntate así, usa ese tenedor, no hagas esto, así son las reverencias, usa este sombrero’. Tuve que aprender mucho. Incluido el himno nacional. Me sentaba y practicaba y practicaba”, afirma, entre su propia incredulidad y la del espectador. Markle argumenta que desconocía que debía inclinarse ante Isabel II, y lo recuerda imitando una primera reverencia a la reina que, con visible incomodidad por parte de Enrique (y del televidente), imita de forma burlona en pantalla. Argumentos que, cuanto menos, hacen arquear una ceja.
No se trata de cuestionar el relato per se, es que los propios protagonistas han dado todos los mimbres para ello. Aunque su historia empezó hace ahora cinco años, cuando hicieron público su compromiso (antecedido de unos 16 meses de noviazgo, según cuentan), el tsunami llegó cuando, en enero de 2020, anunciaron su salida de la familia real británica, que concretaron en marzo de ese año. Ahí dejaron claros sus muchos y, parecían entonces, muy lícitos motivos: anhelaban una vida lejos de los Windsor, buscándose su propio camino económico y, como bien explicaron después, con la privacidad por bandera.
Desde el primer momento en que su relación se hizo pública, Enrique se quejó, cargado de razones, de la constante intrusión de la prensa en sus vidas, de persecuciones, engaños, sobornos y todo tipo de triquiñuelas para conseguir la fotografía o la información más vendible de su pareja y, después, de sus hijos. Y quiso pararlo. “Tenía que proteger a mi familia”, repite el príncipe en el tráiler y en el documental. Eran personajes públicos por su condición de miembros de la familia real, y querían apearse de ella para frenar esa invasión. Era lícito. Y lo hicieron… a medias. Porque ahora esas quejas parecen más los constantes lloros con escasas razones de dos personas absolutamente privilegiadas.
El documental no es sino una muestra más de la venta buenista de sus vidas. La última. La primera fue aquella explosiva entrevista con Winfrey donde ya lo contaron casi todo. Apenas seis meses después, firmaron un contrato con Netflix que el diario The New York Times valoró en 100 millones de dólares y cuyo único fruto en dos años es este. Supuestamente, para producir “contenidos que informen, pero que también den esperanza”, explicaban en su comunicado. “Como padres primerizos, hacer programas familiares aspiracionales es muy importante para nosotros”. No los ha habido; Markle llegó a tener en marcha un proyecto infantil que se perdió por el camino. Tampoco se sabe nada del anunciado documental sobre los Juegos Invictus, la competición para heridos de guerra creada por Enrique. Meses después, llegaba un acuerdo entre su productora, Archewell, y Spotify. Su podcast ha versado sobre ellos mismos. En el primer capítulo aparecía su hijo de año y medio como invitado especial. En los 12 que ha hecho Markle, ella misma entrevista a amigos y cuenta su vida, sus experiencias. La duquesa, de hecho, ha sido la más expuesta. Ha concedido entrevistas a Variety o The Cut contándolo todo sin cortapisas: sus vidas, sus casas, sus hijos.
De hecho, los niños son una metáfora de su historia. Su intención era exponerlos lo mínimo. Presentaron a Archie en Windsor, envuelto en una toquilla, hasta el punto de que no se le veía la cara. En el documental, en principio, tanto él como Lilibet aparecen de lejos, de espaldas. Pero cada vez se los ve más. Y más cerca. Y en más fotos. Y todo ese gran discurso de la protección de la familia no hace más que saltar por los aires. Algo similar pasa con la cuestión de la raza, de la que Markle da versiones encontradas sobre cómo se siente ella misma o su entorno al respecto o cómo se la ha tratado en sus trabajos, su entorno, EE UU o el Reino Unido por ello.
En una columna en la centenaria revista británica The Spectator, su director adjunto, Freddy Gray, afirmaba que quizá la pareja sufra “de algo similar a lo que los psiquiatras franceses del siglo XIX Charles Lasègue y Jules Falret llamaron folie à deux [locura de dos, en su traducción literal al español]. Un trastorno por el que dos individuos en estrecha asociación se vuelven codependientes en un delirante sistema compartido”. “En esos casos”, prosigue Gray, “decían los expertos que marido y mujer pueden actuar ‘como caja de resonancia, aumentando el tono de su narcisismo’. Enrique y Meghan no están solo pescando de forma cínica en los grandes lagos de la América woke, sino que se creen de sí mismos que son desafortunados amantes destinados a derribar el racismo estructural, unos Bonnie y Clyde contra el sistema”.
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