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Detrás del payaso mentiroso había una estrategia. El mal perder de Donald Trump, adelantado preventivamente antes de la derrota, no terminó en el violento y fracasado asalto al Capitolio. Las denuncias de fraude electoral, rechazadas por todos los tribunales, eran mucho más que la rabieta del niño al que le han quitado el juguete.
Había un objetivo inmediato, una vez comprobado que era irreversible la victoria de Joe Biden: deslegitimarla. Y otro de mayor calado: deslegitimar la propia democracia. Este ya ha producido sus efectos entre los votantes republicanos, convencidos en su mayoría (55%) de que Trump fue derrotado gracias a sufragios ilegales y a trampas en las urnas.
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El republicano es un partido peculiar, que no quiere fomentar la participación electoral, sino vigilar un fraude y un voto ilegal que nadie ha demostrado. Con la coartada surgida de la inexistente trampa electoral denunciada por Trump, está promoviendo una oleada legislativa en los Estados federados para dificultar y restringir el derecho de voto, naturalmente en detrimento de los votantes demócratas.
Las leyes locales que se están aprobando son el último mecanismo del cerrojo que los republicanos van a defender, al menos hasta las elecciones de mitad de mandato de 2022, cuando pretenden arrebatar las dos Cámaras a sus adversarios. Pieza crucial del cerrojo es el rediseño entre este año y el próximo de los distritos electorales, un perverso sistema partidista llamado gerrymandering que se realiza cada década y permite a quien lo controla disolver el voto adverso y dar valor al propio.